martes, 30 de mayo de 2017

Conciudadanos Soviéticos!


Desde hace varios años, cuando me puse a investigar sobre el comunismo quizá como un modo de prepararme y entender mejor la realidad bajo el chavismo, he percibido lo que otro autor describe como “Venezuela, una república balcánica”. Si tú lees sobre la vida en la Alemania Oriental, es la misma vaina que nos ha pasado, las mismas penurias, las mismas colas, ineptitud y corrupción burocrática. Las mismas excusas oficialistas. Y entre más lees sobre el sistema en Europa, ves que nada de lo que nos pasa es inédito. El idiota de Chávez se lo copió a Fidel y Fidel a los rusos.

El estudio del pasado, así, nos ayuda a comprender el presente y anticipar al futuro.

He estado leyendo un libro excelente sobre la caída, obviamente interesado por los eventos recientes. En el capítulo siete, “The Power of the Powerless”, de Revolutions 1989, Victor Sebestyen prácticamente describe al chavismo al hablar de los soviéticos. Para los que tenemos casi veinte años bregando con estos delincuentes, una descripción teórica puede ser innecesaria, pero con todo el tema de Goldman Sachs, te presento una exposición de por qué, incluso con asistencia capitalista, la caída es inevitable.

La Unión Soviética subsistió por más de diez años gracias a los préstamos e importaciones de gobiernos capitalistas.

Traduzco un fragmento importante:

(El escritor checo) Václav Havel se hizo fama de “oposicionista” antes de cumplir los veinte años. Dio un discurso criticando a los escritores más viejos por la hipocresía, no tanto al callar la verdad, que era difícil y peligroso, sino porque ni siquiera escuchaban la verdad. Y era “la verdad” el paradigma de Havel. Sus trabajos más conocidos son ensayos en la naturaleza filosófica sobre vivir con honestidad bajo un régimen opresor donde “el Estado tiene una embajada en la mente de los ciudadanos” y donde “la historia se detiene y el pasado, manipulado, queda expropiado. Y al igual que todas las cosas que el gobierno expropió, se deterioró”.

Havel se volvió el principal vocero de los Derechos Humanos en Checoslovaquia desde 1977. El grupo era pequeño y apenas irritante, pero aún así arrestaron a Havel en numerosas ocasiones durante los meses siguientes. Sus continuas descripciones de Gustav Husák como “El Presidente del Olvido” eran un punto de honor. En abril de 1979, el régimen perdió la paciencia y lo volvió un chivo expiatorio. Fue arrestado por la policía política por “difamar al Estado” y sentenciado a cuatro años y medio en una cárcel de criminales comunes, en vez de una separada de la inteligencia. Lo sometieron a penurias y trabajos forzados y su salud, de por sí complicada, se deterioró. Pero esta era Checoslovaquia, la tierra del Buen Soldado Svejk y Kafka, donde había farsa incluso tras las rejas. Havel cuenta que los carceleros, con los que terminó amistándose, lo invitaban a que redactara los reportes que ellos tenían que entregar a sus superiores. “Escribí reportes confidenciales de espía a mí mismo” dice. “Terminaron cayéndome bien y los ayudé, además de que era una oportunidad de molestar a las autoridades”.

Tras su liberación, fue vigilado de cerca y sufrió numerosos bochornos, aunque se le permitió cierto nivel de vida. Podía pasar largos períodos escribiendo en su casa, a dos horas y media de Praga. La policía secreta construyó una casa en la cercanía de la suya para poder seguirlo mejor. En muchas ocasiones, Havel podía asomarse y ver a los oficiales viéndolo con binoculares. Él simplemente los ignoró. Sabía que sus teléfonos y paredes tenían micrófonos y trató de vivir lo más normal posible. Era una forma de vivir bajo el totalitarismo con su integridad intacta. Su mensaje era que si vivías “como si fueses libre”, podías aprender a ser libre, independientemente de lo que la dictadura te hiciera.

La idea parece moral y personal, pero Havel la volvió un principio político. Expresó en su ensayo clásico, El Poder de los Oprimidos, que no había objeto en enfrentarse al poder usando la fuerza o tratar de debatir con él. El punto no era decirle la verdad a un sistema construido sobre mentiras, sino “vivir bajo la verdad”; “Si el pilar fundamental del sistema es vivir una mentira, lo lógico es lo opuesto. El mero hecho de formar un grupo político te obliga a ser un jugador en la mesa del poder, en vez de darle una prioridad a la verdad. La gente que vive sin autonomía confirma al sistema, lo alimenta y se convierte en el sistema”. Era un concepto difícil de asimilar, fácilmente ridiculizado por los trabajadores y los cínicos, cuyas preocupaciones principales no era “la verdad” o nociones moralistas, sino comida en la mesa y educación para los muchachos. “En el momento en que una persona rompe el esquema y señala que el Emperador está desnudo” escribió Havel, “las reglas del juego quedan expuestas y la mentira luce en otra luz. Las grietas surgen y se desintegra”.

Havel fue el más imaginativo, elocuente y poderoso crítico del comunismo soviético. Influyó a muchos, a pesar de ser parte de un puñado de intelectuales. La importancia de la disidencia intelectual supera sus números minúsculos. Los escritores, por ejemplo, siempre han sido usados  por el comunismo como, en las palabras de Stalin, “los ingenieros de la mente”. Por eso es que las dictaduras se enfocaron tanto en enamorarlos. Un artista que está a favor del régimen actúa voluntariamente como propagandista y le brinda tributos gratis al dictador, pudiendo, como recompensa, vivir con mucha comodidad. Pero con el tiempo, se fue haciendo más difícil lidiar con los disidentes (…). Muchos no podían ver la estrategia de “vivir bajo la verdad”. El autor checo Milan Kundera dijo que era “no sólo una noción idealista estúpida en confrontar a un régimen dictatorial con la repartición de panfletos” y, abandonando toda esperanza, escapó a París. Havel respondió con un comentario típico. A él también lo invitaron a emigrar, pero decidió quedarse. “La solución no está en irse. Catorce millones de personas no tienen cómo irse de Checoslovaquia”.

Pero los oligarcas en el poder tenían más problemas que unos ciudadanos facinerosos. El dinero se acababa y sólo podía ser rescatado por los bancos de occidente. Líderes como Husák llegaron a un pacto social con su gente, “Si ustedes se conforman y no me dan problemas, nosotros les garantizamos la comida necesaria, un nivel de vida razonable y varias otras comodidades. Lo que tienen que hacer es olvidarse de ideas burguesas como democracia”. El pacto funcionó por un tiempo, pero a principios de los 80’ empezó a decaer. El gobierno comunista no podía cumplir con su parte del pacto sin pedirle enormes préstamos a los gobiernos capitalistas. Los problemas básicos del sistema se hicieron obvios pero, aunque tenía que cambiar, no podía, por motivos políticos e ideológicos. El Partido extraía su autoridad de la convicción de que siempre hacía las cosas bien y la historia estaba de su lado. Los problemas surgían cuando la realidad no seguía el libreto de los visionarios marxistas.

Los gobernantes veían a las reformas económicas como un tema peligroso. El sistema podía ser nocivo, pero al menos protegía la permanencia en el poder. Vieron, correctamente, que su autoridad dependía de mantener una economía planificada centralmente (NOTA PERSONAL: Esto quiere decir que el Estado acuerda cómo funciona la economía y maneja todos los detalles incluyendo cosas como, por ejemplo, qué puedes comprar y cuántos dólares puedes tener) donde las decisiones son tomadas por fines tanto políticos como económicos. Por encima de todo, la planificación centralizada aseguraba que eran ellos  los que tomaban las decisiones. Descentralizar la economía introduce a un mercado y dispersa al poder a manos de civiles normales, retando al poder de El Partido. El sistema era también incapaz de producir bienes normales de consumo. Un ejemplo eran los vehículos, una señal clara de las diferencias entre oriente y occidente. Eran un símbolo de consumismo, riqueza e independencia. Todo el mundo veía la diferencia entre un Mercedes y un Trabant, motivo de burla en la Alemania Oriental y el resto del mundo. Los países comunistas eran muy malos produciendo carros. La razón no era técnica y ni siquiera económica. Era el modo en que se vendían. Para tener un carro en Checoslovaquia, por ejemplo, necesitabas de derechos civiles primero que todo, y esos derechos le eran arrancados a los principales líderes de oposición. Después de eso, había una forma tácita de preferencia: Los carros iban primero a los miembros del gobierno, después a los amigos del gobierno y por último a los ciudadanos, si tenían la plata para pagarlos.

La única forma de llenar los anaqueles era con préstamos de capital de occidente. La visión marxista, en la práctica, era como apuntó Adam Michnik, “construir el comunismo a base de dólares”. Los comunistas y los banqueros norteamericanos se abrazaron en una suerte de danza macabra. La dictadura percibía al dinero occidental como una forma de pacificar a la opinión pública nacional e internacional y de retrasar los cada vez más necesarios cambios de sistema. Usaban los créditos extranjeros no para invertir en nuevas tecnologías o diversificar la base industrial, sino en comida y bienes de consumo, que luego le daban a la gente con precios subsidiados poco realistas. Al principio, los ciudadanos estaban contentos, tanto como los banqueros, que tenían líneas de contacto desde Londres y Wall Street hasta Moscú y Berlín. La mitad de los préstamos eran de bancos privados garantizados por gobiernos occidentales, que invitaban a los comunistas a tomar el dinero, porque los comunistas eran percibidos como prestatarios responsables. Los banqueros, que no tienen memoria, veían a los regímenes como grupos estables con ciudadanos trabajadores disciplinados. Más importante, creían que un gobierno soviético haría lo que fuese antes de entrar en default (NOTA PERSONAL: Un default ocurre cuando el gobierno nacional no es capaz de pagarle a sus acreedores la plata que ha percibido en préstamo).

Eran cínicos y sorprendentemente ingenuos sobre los sistemas políticos con los que lidiaban. A largo plazo, la única forma de garantizarse esos pagos era invitando a una democracia cada vez más abierta, pero la idea nunca se les ocurrió. En cambio, muchos vieron a la ley marcial y los arrestos de Solidaridad en Polonia como algo excelente. El General volvería a meter a las cosas en cintura y los pagos ocurrirán a tiempo. “¿A quién le importa lo que diga la política?” explicó la cabeza de la división internacional de Citibank en un artículo de Commentary de 1982, “Lo que importa es que puedan pagar las facturas”.

A largo plazo, los préstamos no ayudaron al comunismo, sino que lo perjudicaron. Polonia era el país con la peor deuda, o como lo describió un economista polaco, “una adicción a la peor de las drogas”. En los seis años anteriores a la formación de Solidaridad y la ley marcial, la deuda externa de Polonia creció quince veces hasta ser de sesenta y seis billones de dólares. Pero los gobiernos comunistas seguían usando la tarjeta de crédito sin saber cómo prevenir la ruina. Pagar los préstamos se convirtió en un tema de presupuesto nacional. En Alemania del Este, el pago de ese dinero ocupó el 60% del producto interno bruto, un nivel imposible de mantener. Miklós Németh, jefe oficial del Ministerio Económico de Hungría durante los 80’ y luego primer ministro, explicó desesperado cómo se usaban los créditos: “Dos tercios eran para pagar intereses. El último tercio era para comprar bienes con los qué hacerle pensar a la población que no existía crisis económica”. La mayoría de los hombres en el poder ocultaron la cabeza bajo la arena. Naturalmente jamás reconocerían que quienes les salvaban el pellejo eran a quienes describían en los medios oficialistas como “las hienas del capitalismo”.

Rusia tenía un problema tan grave como el del resto del imperio –y peor en ciertos aspectos. Proteger al gobierno era una carga cada vez más pesada, aunque el Kremlin no lo reconociera. No estaban preparados para hacer un análisis de costos-beneficio sobre la manutención de un imperio que les costó tanto por alcanzar y su determinación de permanecer siendo un superpoder, por prestigio e ideología, era total. No pensaban que llevaban a la URSS a la ruina y enfocaban los gastos en el sector militar. El plan económico tenía dos fines: Todas las fábricas que hicieran productos industriales, como carros o electrodomésticos, debían tener una aplicación militar para esos bienes. Se produjeron y compraron grandes cantidades de armamento. Cientos de misiles intercontinentales se hicieron al año y miles de tanques salían de las fábricas. El motivo era ideológico y nacía de un complejo de inferioridad, pensaban que lo que Estados Unidos hiciera sería tecnológicamente superior, así que se compensaba la calidad con la cantidad. Se competía no sólo con Norteamérica, sino con Inglaterra y Francia. Como dijo Viktor Starodubov, asistente del ministro de defensa Ustinov, “construimos todas esas armas de destrucción masiva por esa razón, era de lo poco que podíamos hacer bien”.

Imagínate cómo está el gobierno, que ni los rusos ni los chinos le prestaron plata y GS compró los bonos con un 70% de descuento.

¿Qué se siente ser un ciudadano soviético?

2 comentarios:

  1. Tristemente la realidad es entonces pensar, ¿cómo están las exrepúblicas soviéticas ahora? Décadas después de que pasó el comunismo continúan sufriendo (en menor medida) las consecuencias. Entonces ¿me dicen que me quede y que siga luchando?...
    Está como difícil.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Seh, no hay respuestas fáciles. Muchas de esas repúblicas tienen economías modernas hoy, pero otras no se han terminado de recuperar. Y en un caso significativo (los Balcanes), todo terminó en un baño de sangre atroz.

      Si nos queda un consuelo es que allá la cosa fue por casi un siglo.

      Eliminar