Desde hace
varios años, cuando me puse a investigar sobre el comunismo quizá como un modo
de prepararme y entender mejor la realidad bajo el chavismo, he percibido lo
que otro autor describe como “Venezuela, una república balcánica”. Si tú lees sobre la vida en la Alemania
Oriental, es la misma vaina que nos ha pasado, las mismas penurias, las mismas
colas, ineptitud y corrupción burocrática. Las mismas excusas oficialistas. Y entre
más lees sobre el sistema en Europa, ves que nada de lo que nos pasa es
inédito. El idiota de Chávez se lo copió a Fidel y Fidel a los rusos.
El estudio del
pasado, así, nos ayuda a comprender el presente y anticipar al futuro.
He estado
leyendo un libro excelente sobre la caída, obviamente interesado por los
eventos recientes. En el capítulo siete, “The Power of the Powerless”, de Revolutions 1989, Victor
Sebestyen prácticamente describe al chavismo al hablar de los soviéticos. Para
los que tenemos casi veinte años bregando con estos delincuentes, una
descripción teórica puede ser innecesaria, pero con todo el tema de Goldman Sachs, te presento una
exposición de por qué, incluso con asistencia capitalista, la caída es
inevitable.
La Unión Soviética subsistió por más de diez años
gracias a los préstamos e importaciones de gobiernos capitalistas.
Traduzco un
fragmento importante:
(El escritor
checo) Václav Havel se hizo fama de “oposicionista” antes de cumplir los veinte
años. Dio un discurso criticando a los escritores más viejos por la hipocresía,
no tanto al callar la verdad, que era difícil y peligroso, sino porque ni
siquiera escuchaban la verdad. Y era “la verdad” el paradigma de Havel. Sus
trabajos más conocidos son ensayos en la naturaleza filosófica sobre vivir con
honestidad bajo un régimen opresor donde “el Estado tiene una embajada en la
mente de los ciudadanos” y donde “la historia se detiene y el pasado,
manipulado, queda expropiado. Y al igual que todas las cosas que el gobierno
expropió, se deterioró”.
Havel se volvió el principal vocero de los Derechos
Humanos en Checoslovaquia desde 1977. El grupo era pequeño y apenas irritante,
pero aún así arrestaron a Havel en numerosas ocasiones durante los meses
siguientes. Sus continuas descripciones de Gustav Husák como “El Presidente del
Olvido” eran un punto de honor. En abril de 1979, el régimen perdió la
paciencia y lo volvió un chivo expiatorio. Fue arrestado por la policía
política por “difamar al Estado” y sentenciado a cuatro años y medio en una
cárcel de criminales comunes, en vez de una separada de la inteligencia. Lo
sometieron a penurias y trabajos forzados y su salud, de por sí complicada, se
deterioró. Pero esta era Checoslovaquia, la tierra del Buen Soldado Svejk y
Kafka, donde había farsa incluso tras las rejas. Havel cuenta que los
carceleros, con los que terminó amistándose, lo invitaban a que redactara los
reportes que ellos tenían que entregar a sus superiores. “Escribí reportes
confidenciales de espía a mí mismo” dice. “Terminaron cayéndome bien y los
ayudé, además de que era una oportunidad de molestar a las autoridades”.
Tras su liberación, fue vigilado de cerca y sufrió
numerosos bochornos, aunque se le permitió cierto nivel de vida. Podía pasar
largos períodos escribiendo en su casa, a dos horas y media de Praga. La
policía secreta construyó una casa en la cercanía de la suya para poder
seguirlo mejor. En muchas ocasiones, Havel podía asomarse y ver a los oficiales
viéndolo con binoculares. Él simplemente los ignoró. Sabía que sus teléfonos y
paredes tenían micrófonos y trató de vivir lo más normal posible. Era una forma
de vivir bajo el totalitarismo con su integridad intacta. Su mensaje era que si
vivías “como si fueses libre”, podías aprender a ser libre, independientemente de lo que la dictadura te hiciera.
La idea parece moral y personal, pero Havel la volvió
un principio político. Expresó en su ensayo clásico, El Poder de los Oprimidos,
que no había objeto en enfrentarse al poder usando la fuerza o tratar de
debatir con él. El punto no era decirle la verdad a un sistema construido sobre
mentiras, sino “vivir bajo la verdad”; “Si el pilar fundamental del sistema es
vivir una mentira, lo lógico es lo opuesto. El mero hecho de formar un grupo
político te obliga a ser un jugador en la mesa del poder, en vez de darle una
prioridad a la verdad. La gente que vive sin autonomía confirma al sistema, lo
alimenta y se convierte en el
sistema”. Era un concepto difícil de asimilar, fácilmente ridiculizado por los
trabajadores y los cínicos, cuyas preocupaciones principales no era “la verdad”
o nociones moralistas, sino comida en la mesa y educación para los muchachos.
“En el momento en que una persona rompe el esquema y señala que el Emperador
está desnudo” escribió Havel, “las reglas del juego quedan expuestas y la
mentira luce en otra luz. Las grietas surgen y se desintegra”.
Havel fue el más imaginativo, elocuente y poderoso
crítico del comunismo soviético. Influyó a muchos, a pesar de ser parte de un
puñado de intelectuales. La importancia de la disidencia intelectual supera sus
números minúsculos. Los escritores, por ejemplo, siempre han sido usados por el comunismo como, en las palabras de
Stalin, “los ingenieros de la mente”. Por eso es que las dictaduras se
enfocaron tanto en enamorarlos. Un artista que está a favor del régimen actúa
voluntariamente como propagandista y le brinda tributos gratis al dictador,
pudiendo, como recompensa, vivir con mucha comodidad. Pero con el tiempo, se
fue haciendo más difícil lidiar con los disidentes (…). Muchos no podían ver la
estrategia de “vivir bajo la verdad”. El autor checo Milan Kundera dijo que era
“no sólo una noción idealista estúpida en confrontar a un régimen dictatorial
con la repartición de panfletos” y, abandonando toda esperanza, escapó a París.
Havel respondió con un comentario típico. A él también lo invitaron a emigrar,
pero decidió quedarse. “La solución no está en irse. Catorce millones de
personas no tienen cómo irse de Checoslovaquia”.
Pero los oligarcas en el poder tenían más problemas
que unos ciudadanos facinerosos. El dinero se acababa y sólo podía ser
rescatado por los bancos de occidente. Líderes como Husák llegaron a un pacto
social con su gente, “Si ustedes se conforman y no me dan problemas, nosotros
les garantizamos la comida necesaria, un nivel de vida razonable y varias otras
comodidades. Lo que tienen que hacer es olvidarse de ideas burguesas como
democracia”. El pacto funcionó por un tiempo, pero a principios de los 80’
empezó a decaer. El gobierno comunista no podía cumplir con su parte del pacto
sin pedirle enormes préstamos a los gobiernos capitalistas. Los problemas
básicos del sistema se hicieron obvios pero, aunque tenía que cambiar, no
podía, por motivos políticos e ideológicos. El Partido extraía su autoridad de
la convicción de que siempre hacía las cosas bien y la historia estaba de su
lado. Los problemas surgían cuando la realidad no seguía el libreto de los
visionarios marxistas.
Los gobernantes veían a las reformas económicas como
un tema peligroso. El sistema podía ser nocivo, pero al menos protegía la
permanencia en el poder. Vieron, correctamente, que su autoridad dependía de
mantener una economía planificada centralmente (NOTA PERSONAL: Esto quiere decir
que el Estado acuerda cómo funciona la economía y maneja todos los detalles
incluyendo cosas como, por ejemplo, qué puedes comprar y cuántos dólares puedes
tener) donde las decisiones son tomadas por fines tanto políticos como económicos.
Por encima de todo, la planificación centralizada aseguraba que eran ellos los que tomaban las decisiones. Descentralizar
la economía introduce a un mercado y dispersa al poder a manos de civiles
normales, retando al poder de El Partido. El sistema era también incapaz de
producir bienes normales de consumo. Un ejemplo eran los vehículos, una señal
clara de las diferencias entre oriente y occidente. Eran un símbolo de
consumismo, riqueza e independencia. Todo el mundo veía la diferencia entre un
Mercedes y un Trabant, motivo de burla en la Alemania Oriental y el resto del
mundo. Los países comunistas eran muy malos produciendo carros. La razón no era
técnica y ni siquiera económica. Era el modo en que se vendían. Para tener un
carro en Checoslovaquia, por ejemplo, necesitabas de derechos civiles primero
que todo, y esos derechos le eran arrancados a los principales líderes de
oposición. Después de eso, había una forma tácita de preferencia: Los carros
iban primero a los miembros del gobierno, después a los amigos del gobierno y
por último a los ciudadanos, si tenían la plata para pagarlos.
La única forma de llenar los anaqueles era con
préstamos de capital de occidente. La visión marxista, en la práctica, era como
apuntó Adam Michnik, “construir el comunismo a base de dólares”. Los comunistas
y los banqueros norteamericanos se abrazaron en una suerte de danza macabra. La
dictadura percibía al dinero occidental como una forma de pacificar a la
opinión pública nacional e internacional y de retrasar los cada vez más
necesarios cambios de sistema. Usaban los créditos extranjeros no para invertir
en nuevas tecnologías o diversificar la base industrial, sino en comida y
bienes de consumo, que luego le daban a la gente con precios subsidiados poco
realistas. Al principio, los ciudadanos estaban contentos, tanto como los
banqueros, que tenían líneas de contacto desde Londres y Wall Street hasta
Moscú y Berlín. La mitad de los préstamos eran de bancos privados garantizados
por gobiernos occidentales, que invitaban a los comunistas a tomar el dinero,
porque los comunistas eran percibidos como prestatarios responsables. Los
banqueros, que no tienen memoria, veían a los regímenes como grupos estables
con ciudadanos trabajadores disciplinados. Más importante, creían que un
gobierno soviético haría lo que fuese antes de entrar en default (NOTA PERSONAL: Un default ocurre cuando el
gobierno nacional no es capaz de pagarle a sus acreedores la plata que ha
percibido en préstamo).
Eran cínicos y sorprendentemente ingenuos sobre los
sistemas políticos con los que lidiaban. A largo plazo, la única forma de
garantizarse esos pagos era invitando a una democracia cada vez más abierta,
pero la idea nunca se les ocurrió. En cambio, muchos vieron a la ley marcial y
los arrestos de Solidaridad en Polonia como algo excelente. El General volvería
a meter a las cosas en cintura y los pagos ocurrirán a tiempo. “¿A quién le
importa lo que diga la política?” explicó la cabeza de la división
internacional de Citibank en un artículo de Commentary de 1982, “Lo que importa
es que puedan pagar las facturas”.
A largo plazo, los préstamos no ayudaron al comunismo,
sino que lo perjudicaron. Polonia era el país con la peor deuda, o como lo
describió un economista polaco, “una adicción a la peor de las drogas”. En los
seis años anteriores a la formación de Solidaridad y la ley marcial, la deuda
externa de Polonia creció quince veces hasta ser de sesenta y seis billones de
dólares. Pero los gobiernos comunistas seguían usando la tarjeta de crédito sin
saber cómo prevenir la ruina. Pagar los préstamos se convirtió en un tema de
presupuesto nacional. En Alemania del Este, el pago de ese dinero ocupó el 60%
del producto interno bruto, un nivel imposible de mantener. Miklós Németh, jefe
oficial del Ministerio Económico de Hungría durante los 80’ y luego primer
ministro, explicó desesperado cómo se usaban los créditos: “Dos tercios eran
para pagar intereses. El último tercio era para comprar bienes con los qué
hacerle pensar a la población que no existía crisis económica”. La mayoría de
los hombres en el poder ocultaron la cabeza bajo la arena. Naturalmente jamás
reconocerían que quienes les salvaban el pellejo eran a quienes describían en
los medios oficialistas como “las hienas del capitalismo”.
Rusia tenía un problema tan grave como el del resto
del imperio –y peor en ciertos aspectos. Proteger al gobierno era una carga
cada vez más pesada, aunque el Kremlin no lo reconociera. No estaban preparados
para hacer un análisis de costos-beneficio sobre la manutención de un imperio
que les costó tanto por alcanzar y su determinación de permanecer siendo un
superpoder, por prestigio e ideología, era total. No pensaban que llevaban a la
URSS a la ruina y enfocaban los gastos en el sector militar. El plan económico
tenía dos fines: Todas las fábricas que hicieran productos industriales, como
carros o electrodomésticos, debían tener una aplicación militar para esos
bienes. Se produjeron y compraron grandes cantidades de armamento. Cientos de
misiles intercontinentales se hicieron al año y miles de tanques salían de las
fábricas. El motivo era ideológico y nacía de un complejo de inferioridad,
pensaban que lo que Estados Unidos hiciera sería tecnológicamente superior, así
que se compensaba la calidad con la cantidad. Se competía no sólo con
Norteamérica, sino con Inglaterra y Francia. Como dijo Viktor Starodubov, asistente
del ministro de defensa Ustinov, “construimos todas esas armas de destrucción
masiva por esa razón, era de lo poco que podíamos hacer bien”.
Imagínate cómo
está el gobierno, que ni los rusos ni los chinos le prestaron plata y GS compró
los bonos con un 70% de descuento.
¿Qué se siente
ser un ciudadano soviético?
Tristemente la realidad es entonces pensar, ¿cómo están las exrepúblicas soviéticas ahora? Décadas después de que pasó el comunismo continúan sufriendo (en menor medida) las consecuencias. Entonces ¿me dicen que me quede y que siga luchando?...
ResponderEliminarEstá como difícil.
Seh, no hay respuestas fáciles. Muchas de esas repúblicas tienen economías modernas hoy, pero otras no se han terminado de recuperar. Y en un caso significativo (los Balcanes), todo terminó en un baño de sangre atroz.
EliminarSi nos queda un consuelo es que allá la cosa fue por casi un siglo.