viernes, 8 de noviembre de 2019

Not Dead (& Not For Sale)




El otro día tuvimos un toque y lo paró la policía.

No voy a decir mucho sobre el local, aparte de que está en Bello Monte, pero parece que todo se reduce a que estábamos haciendo mucho ruido y, resulta, el local (que tiene todos los años del mundo presentando shows en vivo) no tenía la permisología para esa clase de shows. Fueron como 40 minutos de negociación donde se acordó que tocaríamos un set acústico, pero nada, terminamos tocando eléctrico y con todo el escándalo (tocamos temas de The Stooges, imagínate por ahí) y bueno, capaz no nos llaman de nuevo, pero hey: show intervenido por las autoridades. Achievement unlocked.

Las cosas han estado interesantes por acá, un par de meses intensitos with lots of figuring shit out about myself and my life. Ayer leí una frase de David Foster Wallace, “Truth will set you free—but first it’ll kick your ass”. I’m not gonna go into detail about what’s been going on because this is the internet and you don’t care anyway. So let’s cut to the chase:

La semana pasada estuve en La Cátedra del Pop, esta vez conversando sobre zombis. Esa sesión va a estar en YouTube en cualquier momento. He aparecido en radio a conversar sobre cultura pop, principalmente, excepto una entrevista que nos hicieron hace… ¿tres días? A la banda, por un evento que está por suceder: resulta que hay un evento global al que Curetaje ha sido invitado, el International Cure Day, donde varias bandas alrededor del mundo van a dar un concierto en streaming, todas al mismo tiempo, cerrando con 10:15 Saturday Night a las 10:15 pm, hora de Londres. Es un proyecto súper nice y bueno, una oportunidad muy bonita que no podemos dejar pasar.


También escribí una historia nueva de la que ya les hablaré, la voy a montar en un link para que la puedan descargar—no puedo ahorita ya, porque la estoy revisando con un par de personas, pero eso viene.

Y eso es lo que hay. Profesionalmente, sigue la aventura. He estado pensando en unos posts que sacar por aquí, ahorita que ando obsesionado mal con Mindhunter, sobre psicópatas y vainas raras de esas que nos gustan a nosotros. And I’m taking things slower to work on myself.

See you soon!

miércoles, 21 de agosto de 2019

Per Aspera Ad Astra


Aquí estamos, un año después de que Curetaje empezó a presentarse en vivo, y seguimos activos y presentándonos y nos invitan a entrevistas y la vaina no para. Es algo que, como comenté previamente, tuve la sensación de que terminaría así como vino, de un día para otro. Pero aquí estamos, montando un show nuevo con cosas que francamente me entusiasman mucho, la banda va a estirar bastante su versatilidad y venimos con un cambio importante que quiero que vean ya. Nada más lo estamos ensayando and I’m on fucking clouds of joy.

El viernes pasado nos presentamos en Tonnos, en Chacao, y la primera mitad del toque fue tenso. O sea, estás ahí, dándole y miras al público y tienes a 30 caras sin mucha expresión, sentados, sin moverse ni nada. And you’re putting up a show that you’ve worked on for fucking months. Estás en tarima, en personaje, y tienes la vocecita al fondo del cerebro, “La gente no está tripeando”.

Pero pasó lo de siempre. A mitad del set la energía subió y el público se fue soltando, gente de la calle se fue asomando y nuestros fieles bailaban muy a los ochenta, o interactuaban directamente con nosotros para corear desde tarima. Muchos de nuestros vampiros son gente que ha terminado haciéndose nuestros panas-paaaanas y tocan en otros grupos que suenan un camión (si no has oído a Agente Extraño, a La Nueva Tierra, a Amapola o a los Javelin, no sé qué estás esperando, de verdad), y es por lo general ese elemento que le pone picante a la vaina. Que estás tocando y miras a la gente y se te contagia la felicidad.

Cuando terminamos, fui a camerinos a bajar toda esa energía, pero también a oler las flores, ¿sabes? A parar y cerrar los ojos. Y respirar. This is really fucking happening to us, más allá del punto en el que tú esperabas que durara. He dicho esto antes, pero es que de verdad: tú no sabes todas las veces en que alguien vino a decirme que qué carajo haces tratando de aprender un instrumento, o cantando. O bueno, si has tratado de hacer arte, seguro sí sabes. Gente que se  afinca y ellos no hacen un carajo, pero quieren que tú tampoco lo hagas. Pasar de eso a la actualidad, este tren loco en el que la vida nos ha permitido estar, tiene mucho de reivindicación con uno mismo. El verdadero pago no es la plata ni lo que te invita el local, la verdadera paga, para mí, es la experiencia. Es esos segundos inmediatos al cierre, en que te bajas y estás como que abrumado. Durante el toque, todo es un flash y no tienes plena consciencia de lo que está pasando (a menos que el toque esté saliendo mal, que también pasa, y ahí sí tienes la consciencia dolorosamente clara). Es cuando ya la última canción cerró, que estás viéndolo por el retrovisor y sientes incredulidad contigo mismo, mezclado con satisfacción.

No te lo niego, estar en una banda implica tensión, especialmente cuando se acerca un toque. A veces pasa que todo el mundo tiene una noción distinta del curso a seguir, y Curetaje tiene puras personalidades fuertes que además son verbales. Pero es en momentos como este, como ese toque del viernes, que todo termina y les miras las caras y sientes orgullo por ellos y agradecimiento, porque esto pasó porque todos remamos en la misma dirección y solo no lo habrías logrado.

Y no sé si supiste que el equipo detrás de Caracas Chronicles sacó a un proyecto hermano, Cinco8, que está también cargado de mucha creatividad y, coño, vainas que le gustan a uno (buena narrativa, buenos autores, todo muy bien organizado) y, pana, esta es mi vida hoy: Tocando, ensayando, cantando, leyendo, editando, escribiendo. Todo con gente como Rafael Osío, Gaby Mesones, David Parra, Nina Rancel, el jefe Raúl Stolk, y ahorita sumamos a Sofía Jaimes al equipo en la parte gráfica, y si no la conoces, te cuento que es una chamita, she’s super young y el talento que esa pana tiene es una vaina absurda. Entonces, coño, la vida me ha permitido compartir en mi día a día con gente como esta. Soñé con ello y ahora me pagan por hacerlo, y a veces lo veo desde la distancia y me parece mentira.

Esto es lo que quiero hacer el resto de mi vida, y puedes apostar lo que sea a que siempre voy a gravitar en torno a esto, siempre voy a buscar a esta esfera. Y no pido mucho, a la vida no le pido que me lleve a la tarima del Lollapalooza ni al Miguel de Cervantes (aunque uno siempre apunta a las estrellas): Sólo le pido que me permita esto, hacer lo que amo para vivir.

Just let me be a working artist.

Depeche Mode - Condemnation


Accusations, lies
Hand me my sentence, 
I'll show no repentance,
I'll suffer with pride

If for honesty you want apologies
I don't sympathise



martes, 20 de agosto de 2019

domingo, 9 de junio de 2019

Explicando Chernóbil (V)



Para la entrega pasada, haz click aquí.

La mitad de este capítulo ya lo habíamos visto.


Bueno, llegamos al final. ¿El juicio de verdad fue así?

En parte; las exposiciones no las hicieron Legasov ni Shcherbina, aunque todo lo referente a ellos está bien retratado.

What the fuck does that  means?

La salud de Shcherbina sí se vio afectada de manera significativa. De hecho, durante la liquidación, tuvo que hacer pausas para recuperarse en un hospital.

El cuento de Legasov es incluso más interesante.

Después de que la liquidación “terminó” en su aspecto más urgente, en diciembre del 86’ (y las comillas son porque hubo trabajos que siguieron hasta los 90’), Legasov pensaba que he was getting what was coming to him. El carajo sí fue a Viena a dar un discurso sobre el accidente que supuestamente era sincero, y todos los medios y científicos de la comunidad internacional se sorprendieron gratamente con “esa muestra de sinceridad soviética”, hasta que uno de ellos llamó la atención sobre el reporte escrito: varias cifras no tenían sentido.

Efectivamente, la KGB había eliminado hojas del documento. Legasov lo sabía y, cuando todos se dan cuenta, ya estaba de vuelta en Moscú. La jugada de Viena se vio como un éxito de relaciones públicas.

¿O sea que el carajo todavía era comunista?

Por supuesto, eso que dicen de él, y que vimos en la entrega de hace unos días, es así mismo: él era parte del sistema. Había vivido toda su vida bajo el régimen soviético y supo florecer en él.

Los problemas vinieron por el glasnost.

Habla bien.

“Glasnost” es la política de apertura de Gorbachev, particularmente en lo referente a libertad de expresión. En una nación que nunca había experimentado libertad de prensa, ahora había gente criticando ampliamente al gobierno en los medios. No como lo haríamos en occidente (ni como lo hacíamos en Venezuela antes de que Chávez tomara el poder), pero sí se decían cosas y el Estado lo permitía.

Viendo aquello, y quizá acosado por la culpa, Legasov empezó a escribir artículos sobre la verdad del accidente.

¿Cuál verdad?

Que los tres ahí sentados, en el juicio, eran chivos expiatorios. Que si tú quieres buscar al verdadero culpable, tendrías que irte a quienes diseñaron a un sistema paternalista donde se supone que el Estado sabe qué es lo mejor para los ciudadanos y contradecir a las políticas oficiales equivale a contradecir al pueblo. Es ese problema de secretismo y orgullo lo que condujo a problemas técnicos que eran conocidos, pero nadie le metió mano porque el Partido no se equivoca. Siempre es sabotaje, injerencia extranjera, nunca es culpa de los funcionarios nacionales.

Esto radica en el corazón del Marxismo: se supone que el Partido es el agente de la voluntad del pueblo, y el pueblo no se equivoca.

Pero el pueblo no hizo esto.

No; esa es la excusa ideológica. Si tú quieres responsables, ¿a quiénes arrestas, a todos los chivos del Instituto Kurchatov, que sabían de esto y se hicieron los locos? ¿A la Academia de Ciencias de la Unión, que trató de barrer el problema bajo la alfombra? ¿Al propio Gorbachev, que se esmeró en seguir como si nada, ya sabiendo los efectos del desastre? Era mucho más fácil echarle la culpa a tres pendejos.

Viktor Bryukhanov estaba entregado a su destino. Era un tipo que conocía bien la burocracia comunista (por eso llegó tan lejos, tan joven) y sabía que nada de lo que hiciera lo iba a ayudar. De hecho, tratar de defenderse podía empeorarlo todo. Cuando le preguntaron durante el juicio quién creía él que era responsable de lo que pasó, Bryukhanov dijo “El gerente de la planta. Todo lo que pasa es conocimiento y responsabilidad del gerente”.

Suicida.

No tenía de otra. Después de salir de la cárcel, se consiguió otro puesto gerencial y ahí fue dándole, lejos del ojo público.

El cuento de Fomin es más loco aún: estando preso, rompió los cristales de sus lentes y trató de cortarse las venas con ellos.

Sólo un comunista saldría con semejante esfuerzo mediocre por suicidarse.

Me recuerda lo que dijo Stalin cuando supo que su hijo trató de suicidarse y falló. “Ni eso puede hacer bien”.

Jajaja, maldito Stalin.

Ese es un personaje para otro día.

La cordura de Fomin siempre fue frágil y, efectivamente, al salir de prisión, volvió a trabajar en ingeniería nuclear porque, fuck our lives. Durante el juicio lloró y pidió clemencia. ¿Ese tipo soberbio que vimos en el primer capítulo? No volvería a serlo el resto de su vida.

De los tres, es cierto que Dyatlov fue el más respondón y es verdad que dijo que, mientras todo pasaba, él estaba en el baño.

¿Por qué no reconocer su parte?

Era su naturaleza. Se pasó el resto de su vida tratando de defenderse y reivindicar su imagen.

Espero que sin éxito.

Esperas correctamente.

¿Legasov sí paró en un cuartico donde le cantaron las cuarenta y lo asesinaron social y profesionalmente?

No creo que haya sido así como sale en la serie, pero el Estado sí se esmeró en pisotearlo. Cuando dije que “he expected what was coming to him” quise decir que este carajo esperaba ascender más en la cadena, esperaba ser director del Instituto Kurchatov, esperaba que sus colegas reconocieran su contribución en salvar a Europa.

Pero en vez de ascender, lo fueron hundiendo. Cuando el Estado vio el tono de sus conferencias y sus artículos, resulta que más nadie quería escucharlo. En un momento en que se supone que hay más apertura, a él lo censuraron en todo sentido. Trató de fundar su propio instituto científico, y no consiguió una sola mano amiga, recibiendo una negativa rotunda del Estado el 26 de abril de 1988, dos años exactos después del accidente en Chernóbil. Ese día visitó a su hija y en la noche, cometió el último (y exitoso) de sus intentos de suicidio.

¿Trató varias veces?

Estaba muy deprimido, tanto por lo que vio como por el castigo moral que le cayó. Su muerte sí tuvo el efecto de apertura sobre el accidente que él buscaba.

¿Ya pa’ qué?

Sí fue importante porque la vaina sacudió al mundo: bro, velo otra vez contexto. Este es el carajo que representó al gobierno en Viena, el tipo que dirigió la liquidación del peor accidente nuclear en la historia. Si él decía que los putos reactores soviéticos estaban dañados de fábrica, you better believe him. Hay algo brillante que sale en la serie, cuando le preguntan por qué las barras de control tienen una punta que potencia la reactividad, y él responde “Por la misma razón que todo lo demás es una mamarrachada: es más barato”.

En efecto, todos los reactores de ese tipo sufrieron modificaciones para hacerlos más seguros, o fueron retirados definitivamente. Es lo único bueno que podemos decir del accidente: le hizo ver al mundo lo delicado de este juego.

Eso, y que jodió a la Unión Soviética.

Of course. Chernóbil fue una puñalada en el costado del que no se recuperaron, sobre todo económicamente.

La conclusión se la quiero dejar a Higginbotham, que lo expresa en su libro mucho mejor que cualquiera. Traduzco:

“Para los últimos gobernantes de la URSS, las fuerzas destructivas más fuertes liberadas por la explosión del Reactor Número Cuatro no fueron radiológicas sino políticas y económicas. La nube de radiación que se fugó por Europa, volviendo a la catástrofe una cosa imposible de esconder, forzó a la apertura de Gorbachev en las gargantas de hasta el más conservador político del politburó. El secretario general entendió que hasta la burocracia nuclear estaba atacada de secretismo, incompetencia y estancamiento, las mismas cosas que pudrieron a todo el Estado. Tras el accidente, frustrado y furioso, (Gorbachev) confrontó a la necesidad de un cambio más profundo y más perestroika, como la única medida para salvar al experimento Socialista antes de que fuera demasiado tarde.

Pero una vez el Partido relajó sus riendas en el flujo de información, fue imposible recuperarlas. Lo que empezó con reportes abiertos sobre Chernóbil—noticias en Pravda e Izvestia (los periódicos de la Unión, NdelT), siguió con documentales en la televisión y testimonios personales en revistas, ampliándose para incluir discusiones abiertas sobre asuntos sociales que durante mucho tiempo estuvieron censurados, incluyendo drogadicción, la epidemia de abortos, la guerra afgana, y los horrores del estalinismo. Lento al principio, pero ganando fuerza, el público soviético fue descubriendo las profundidades de los engaños, no sólo sobre el accidente y sus consecuencias, sino sobre la ideología e identidad que servía de base a la sociedad. El accidente y la incapacidad gubernamental para proteger al pueblo finalmente quebrantaron la ilusión de que la URSS era una potencia global armada con la mejor tecnología del mundo. Y, cuando los esfuerzos oficiales por esconder la verdad se hicieron públicos, hasta el más ferviente ciudadano soviético concluyó que sus líderes eran corruptos y el sueño comunista era una farsa.

Poco después del suicidio de Valery Legasov, Pravda publicó un extracto editado de sus grabaciones sobre Chernóbil, donde se describe la desgraciada ausencia de preparación para la catástrofe y la larga historia de fallos que la causaron. “Después de que visité a Chernóbil, llegué a la conclusión de que el accidente fue la apoteosis inevitable del sistema económico diseñado por la URSS durante décadas”, dice el testamento, publicado como “Es Mi Deber Decirlo”. Para septiembre de 1988, en evidencia de lo rápido que cambiaban las cosas, el politburó aceptó la petición de sus ciudadanos para abandonar la construcción de dos plantas nucleares nuevas, incluso cuando una de ellas, a las afueras de Minsk, estaba casi completa.

Diez meses después, el ingeniero nuclear Grigori Medvedev publicó un exposé sensacional del accidente en Novy Mir. A pesar del glasnost, a Medvedev le tomó dos años publicar el texto, luchando una clandestina guerra con la KGB y una comisión de censura sobre Chernóbil, dirigida por Boris Shcherbina, que temía, con razón, que el recuento de Medvedev revelara sus acciones sobre Prípiat. Una reconstrucción minuto a minuto de los eventos del 26 de abril, basada en sus visitas a los lugares y docenas de entrevistas y testigos, el Chernobyl Notebook de Medvedev fue explosivo. Describe a Viktor Brukhanov como un tonto manipulable, a los mandarines de la industria nuclear soviética como mezquinos e incompetentes y muestra a los retrasos de Shcherbina en evacuar a la desgraciada atomgrad. Una introducción a la historia fue otorgada por el disidente más famoso de la URSS, Andrei Sakharov, recientemente liberado de su exilio por Gorbachev.
(…)

Y mientras se acercaba el tercer aniversario del accidente, Moscow News reportó sobre una granja comunal en la región ucraniana de Zhitomir, 40km al oeste de la zona prohibida, donde se descubrieron puntos activos de estronio 90 y cesio 137. Granjeros de la zona observaron un acentuado acenso en los defectos de los animales, describiendo a cerdos que nacían con cráneos deformes y ojos similares a los de ranas, terneras que nacían sin patas, ojos o cabezas. Un miembro de la Academia de Ciencias de Ucrania, en Kiev, le dijo a la prensa que los descubrimientos eran “aterradores” e insistió en la inmediata evacuación del área. Un representante del Instituto Kurchatov desmeritó la conexión entre las deformidades y el accidente, culpando a los fertilizantes y a los granjeros. En octubre de 1989, el periódico Sovietskaya Rossiya, reportó que cientos de toneladas de cerdo y res contaminadas con cesio radioactivo se mezclaron en secreto dentro de salchichas y se vendieron a compradores inocentes a lo largo de la Unión en 1986. Aunque los trabajadores de la industria culpable recibieron un bono por la exposición que recibieron a la radiación, un reporte siguiente al politburó dijo que la salchicha de Chernóbil era perfectamente apta para consumo y fue procesada “en estricto respeto a las recomendaciones del Ministerio de Salud de la URSS”.

Menuda garantía, ¿eh?


viernes, 7 de junio de 2019

Explicando Chernóbil (IV)


Para la entrega pasada, haz click aquí.

Entonces, episodio 2 y 4 hoy, ¿correcto?

Sí, temáticamente tocan lo mismo.

Ok. Sabes que vi en twitter en estos días a alguien diciendo que lo de Chernóbil no se parece a Venezuela, porque allá tenían hospitales y agua y luz.

Sí, pero fíjate en los lugares donde tienen esos servicios: Moscú, Kiev, Prípiat. Son las ciudades principales las beneficiadas, una de las razones de por qué ocurre la separación de la Unión es porque todos los demás lugares estaban hartos de sufrir, para que en Moscú pudieran vivir normal.

O sea que qué, ¿Prípiat era privilegiada?

Muy privilegiada. Una de las grandes ironías es que esa ciudad tenía un muy alto estándar de vida, justamente por servirle de dormitorio a la planta nuclear que la destruiría. Era lo que se llamaba una атомоград, “Atomgrad”, que son ciudades construidas específicamente para que la gente de las plantas viva bien. En Prípiat conseguías productos importados que no llegaban a la capital de Ucrania, Kiev, por ejemplo. Los apartamentos eran de bloque soviético, pero había para suficiente gente. Tenían un cine, un parque de diversiones, una piscina olímpica. Esto fue así desde siempre, uno de los beneficios de trabajar en ingeniería nuclear (un tema del que los soviéticos estaban muy orgullosos) era que en estas ciudades estabas rey.

Hasta que pasaba un desastre.

Yeah, pero un desastre era impensable. Pasó sólo acá, ¿qué otro atomgrad conoces que tuvo que ser desalojado?

¿No hubo un accidente en los 50, donde radiación se filtró a un lago y de ahí al resto de la ciudad?

Erm. Sí. De hecho, sí.

Estás hablando del desastre de Kyshtym, en 1957. Pero creo que Kyshtym fue repoblado después. El punto es que es muy improbable, esto es como los propios liquidadores, ¿quién se ofrecería voluntario a montarse en una azotea radioactiva a palear fucking grafito? Nadie en su sano juicio, hasta que consideras que la recompensa es un poco de plata, beneficios inmobiliarios y hasta académicos para tus chamos.

Pero esos beneficios igual no le llegaron a todos.

No, ya hablaremos de eso.

Bueno. ¿Cómo evacuaron Prípiat?

Ya va, para hablar de eso, tenemos que hablar de los hombres que toman esa decisión, y que protagonizan la serie de HBO.

Primero, Valery Legasov no era el concienzudo científico que sale en esos primeros capítulos; el carajo era uno de los más distinguidos académicos de toda la Unión Soviética porque precisamente era bien comunista. Este tipo era creyente y parte del sistema, y además beneficiario de él. A Gorbachov no le caía bien porque, esto sí es cierto, Legasov era un carajo con opiniones individuales que si bien se acoplaban con la línea del partido, no siempre las compartía. A Gorbachov le gustaba era el rival de Legasov, un jevo llamado Evgeny Velikhov, que también tuvo una participación importante en la liquidación del desastre y fue obviado por la serie.

O sea, ponte en el contexto histórico. Valery Legasov era miembro de la Academia de Ciencias de la URSS y Primer Director Delegado del Instituto Kurchatov, que es la vaina más importante en energía atómica de la Unión. Esos son puestos a los que no llegas siendo rebelde ni tímido.

El otro tipo es Boris Shcherbina, una caracterización que sí es bastante fiel a quien el tipo era en la vida real. Shcherbina era un reconocido mamagüevo que no le caía bien a nadie, por su personalidad erosiva. No era un carajo importante en la cadena de poder soviética, pero era eficiente, y hay una anécdota heavy de cuando llegó a Chernóbil.

Dicen que el carajo supervisó el área, fue al bunker dentro del edificio 4 y se consigue con uno de los ingenieros, que está esperando para saber qué carajo decirle a sus superiores y ver si evacúan Prípiat o no. Shcherbina se sienta en un escritorio, lo medita brevemente y agarra el teléfono.

—Sí —, dice. —Es Shcherbina. Comunícame, por favor, con el jefe.

Este ingeniero, que si la memoria no me falla era uno de los jefes de seguridad de la planta, se queda de piedra porque “el jefe” sólo podía significar Gorbachev.

—Jefe, soy yo. Ya estoy acá, y esto está normal. Sí es un accidente de magnitud, pero nada de qué alarmarse, ni nada fuera de lo normal.

Shcherbina se queda callado, recibiendo instrucciones por el teléfono, asiente, dice un par de “muy bien” y cuelga el teléfono. Le dice luego al ingeniero:

—¿Escuchaste eso? Eso mismo es lo que vas a decirle a tus superiores.

Era un idiota, entonces.

Sí, pero la serie refleja bien su cambio de personalidad porque, en su beneficio, fue una de las primeras personas que entendió la gravedad de lo que estaba pasando y la necesidad de afrontar la vaina con seriedad y sin pañitos calientes para guardar las apariencias. Alguien lo describió una vez como un general, y era el general correcto para la batalla de Chernóbil, un idiota cuando entra en esta historia, pero justo la clase de “idiota” que el mundo necesitaba.

La doctora, Ulana Khomyuk, ¿existe?

No, es un personaje creado para representar una variedad de científicos que colaboraron en esto, pero representa bien algo en la Unión Soviética. Fíjate, las posiciones de poder eran todas para hombres, y el hogar como tal era machista, pero ciertos círculos, como los académicos, daban mucho espacio a las mujeres para que ascendieran a puestos de formas no tan vistas en occidente. Esa doctora de la que Lyudmilla habló en el post de la semana pasada, Angelina Guskova, era una de las especialistas en radiación más pornográficamente bestiales del mundo. Ella estaba a la cabeza de toda la sección de radiación en el hospital 6, y si esa pana no te podía salvar, nadie podía.

¿Se salvó mucha gente?

Sí. La lista de muertos oficial es de 31 personas, pero fuera de eso hubo un pocotonón de personas afectadas; al día siguiente a la explosión, Prípiat estaba normal. La gente salía a la calle, incluso varios fueron a tomar sol al río —y recibieron insolación radioactiva y radiación.

La radiación es extraña e incluso hoy sigue sin ser totalmente comprendida. Dyatlov se salvó, tras recibir una dosis inhumana en dos accidentes separados; un ingeniero eléctrico llamado Andrei Tormozin recibió partículas beta y gama como para matar a un hombre unas seis veces, el pronóstico era de terror y de verdad estaba para morirse. A finales de ese mayo, su cuerpo empezó a generar globulos blancos, su sistema inmunológico reaccionó y se recuperó por completo.

What the fuck?

Ni los científicos se lo explican.

No fue un final feliz, Tormozin no superó sus cicatrices emocionales y se hundió en el licor.

¿Cuál fue entonces el verdadero papel de Legasov y Shcherbina?

El mismo que sale en la serie: Legasov estudiaba lo que pasaba, Boris Shcherbina canalizaba sus demandas.

Ojo con una cosa: Legasov era un comunista convencido y ver lo que pasó en este accidente lo sacudió humana, profesional y políticamente. Él sí se convirtió en la persona que vemos en la serie, y fue uno de los científicos más obsesionados con la liquidación. En particular le asustaba una cosa que se llama “el síndrome de China”.

Oh, no, ¿más comunismo?

No; El Síndrome de China es una película que salió en los 70’, si no me equivoco, y que habla de un accidente nuclear en el que el reactor se derrite hacia abajo en la tierra, provocando un meltdown (ahora sabes de dónde viene esa palabra), y atraviesa el globo terráqueo hasta llegar a China. Una vaina ficticia totalmente imposible, pero lo que preocupaba a Legasov era la poquita verdad en esa premisa: un material radioactivo tan potente como el que aún seguía ardiendo en el corazón del reactor 4 sí podía provocar un meltdown que traspasara las bases de concreto de la planta, entrara en la tierra y llegara hasta las corrientes subterráneas del lugar.

Si eso llegaba a pasar, podía ocurrir dos cosas:

1)   Una explosión peor que la que provocó esta catástrofe, o;

2)   Envenenamiento de ríos y suelos de ahí, en Ucrania, hasta el océano.

Esta segunda opción era el best case scenario, por cierto. Lo mejor que podía pasar si ocurría ese meltdown era una pesadilla nuclear.

Esta vaina es terrorífica.

No es juego, Chernóbil de verdad es un cuento de terror.

Ese temor por el China Syndrome estaba parcialmente justificado. Años después del desastre, un grupo de científicos entraría al propio edificio 4 y descubriría, en el sótano, que parte del combustible de uranio se derritió hacia la tierra, efectivamente. Esta lava radioactiva apareció ahí por primera vez en la historia del mundo, se llama “chernobilita” y estar en su presencia por cinco minutos es mortal.

Pero por lo menos se solidificó y extinguió antes de llegar al agua. Esto significa que, ¿sabes todo ese esfuerzo de los helicópteros por echar boro y arena sobre los restos del reactor? Fue innecesario. Mucha gente murió en vano.

Yeah, but how would they fucking know?

Exacto, el riesgo valía la pena el sacrificio, supongo. Es por eso que vimos a los mineros, que fueron la primera onda de lo que llamamos “liquidadores”.

¿Qué es eso de ‘los liquidadores’?

Fíjate el borde inferior de la foto: Radiación.
Es un término usado para todo personal que contribuyó en la “liquidación” del desastre, y va desde personal civil hasta soldados.

Esto fue después de evacuar a Prípiat.

Correcto. Cientos de miles de personas.

¿Por qué mentirle a los habitantes de Prípiat?

Porque los comunistas son todos unos malditos y quieren hacerse la vida más fácil. Lo que les asustaba era la posibilidad de que la verdad generara disturbios y el dramatismo de una situación que ya era bastante dramática empeorara. La gente de la ciudad entendió, al cabo de dos semanas, que no iban a regresar.

¿Cómo se dieron cuenta?

Porque el que ha vivido en comunismo, sabe leer las señales. Las autoridades eran evasivas. A los ciudadanos los pusieron en dos grupos: uno, que estaba acampando, literalmente con carpas, y el otro, que fue juntado con familias en apartamentos, para que compartieran “temporalmente los espacios”.

Pasaron meses para que se organizaran viajes de vuelta a la ciudad, pero no para rehabitarla, sino para que la gente revisara sus cosas y las sacara. No podías llevarte nada electrónico, ni nada que superara cierta radioactividad. Muchos de esos vecinos entraron a sus casas para encontrarlas saqueadas. You know what’s even more fucked up? Al salir de la ciudad, todos los artículos que sacaste eran pasados por dosímetros, por unos soldados. Si la lectura era mala, eran confiscados.

Bueno, había gente que iba a pie a sobornar a los soldados para llevarse esas cosas y venderlas en el mercado normal.

Por dios.

Los seres humanos somos una vaina grave.

Muchos vecinos de Prípiat volvieron al pueblo en esos viajes, pero obviamente ninguno se quedó a vivir. Los relocalizaron a vecindarios especiales por toda la Unión, incluyendo ciudades completas construidas desde cero.

¿Por qué cuando hablamos de esto siento que estás inventando todo? No te puedo creer que construyeron una ciudad para esta gente.

Eso es una inversión loca de dinero y es por eso que se considera que el desastre de Chernóbil contribuyó a la caída de la URSS; en ese momento, la Unión no tenía mucha plata, e igual estos “desplazados” estaban muy resentidos, porque la vida les cambió del cielo a la tierra, les mintieron y sus cosas quedaron atrás, en un pueblo fantasma. En Voces de Chernóbil hay testimonios de gente que experimentó discriminación porque sus nuevos vecinos les tenían miedo. E igual hubo muchos disturbios en Kiev, que eventualmente sí fue parcialmente desalojada.

¿Kiev?

Yeap.

¿La capital de Ucrania? ¿Cómo es que no sabemos nada de eso?

Sí se sabe, lo que pasa es que fue un desalojo muy comedido, por razones obvias, y centrada especialmente en los niños. Hay un documental llamado The Russian Woodpecker; su director fue de esos niños, y cuenta cómo pasó años de su infancia en un orfanato, a pesar de tener padres vivos.

What a fucking clusterfuck. Y eso que aún no hablamos de los animalitos.

Esa es una de las partes más crueles de este cuento, pero antes de hablar de eso, ten una cosa en cuenta: matar a esos animales era una piedad. No sólo portaban radiación en el pelaje, que podían transmitir a otros animales y personas; sus propios cuerpos no habrían aguantado y habrían muerto muy chimbamente en poco tiempo.

Igual hubo gente que rescató animales y se quedaron con ellos.

Sí, bueno, ya te comenté cómo los organismos responden diferente a la radiación.

Wow. Creo que esas son todas mis dudas hasta ahora de esos dos capítulos. ¿Pa’ cuándo el post sobre el último?

Espero sacarlo este domingo en la mañana.


Ok. Nos vemos entonces.

viernes, 31 de mayo de 2019

Explicando Chernóbil (III)



Para la entrega pasada, haz click aquí.

Hola. Les había prometido que hablaríamos del capítulo 2 y 3 de Chernobyl hoy, pero preferí unir al 2 y al 4, porque tocan temas similares, y dejar esto para lo que pasó Liudmila Ignatenko en la vida real. ¿Sabes esa rubia de los rulitos? Su cuento aparece en Voces de Chernóbil y en el tercer capítulo, que vimos la semana pasada. La serie es muy delicada sobre el síndrome de envenenamiento agudo por radiación y si te parece que lo que muestra es horroroso, prepárate.

I’m gonna warn you again, esta historia va a romper tu corazón y nunca más te va a abandonar. Esto es textual del libro:

UNA SOLITARIA VOZ HUMANA
No sé de qué hablar… ¿De la muerte o del amor? ¿O es lo mismo? ¿De qué?

Nos habíamos casado no hacía mucho. Aún íbamos por la calle agarrados de la mano, hasta cuando íbamos de compras. Siempre juntos. Yo le decía: «Te quiero». Pero aún no sabía cuánto le quería. Ni me lo imaginaba… Vivíamos en la residencia de la unidad de bomberos, donde él trabajaba. En el piso de arriba. Junto a otras tres familias jóvenes, con una sola cocina para todos. Y en el bajo estaban los coches. Unos camiones de bomberos rojos. Este era su trabajo. Yo siempre estaba al corriente: dónde se encontraba, qué le pasaba…

En mitad de la noche oí un ruido. Gritos. Miré por la ventana. Él me vio:

—Cierra las ventanillas y acuéstate. Hay un incendio en la central. Volveré pronto.

No vi la explosión. Solo las llamas. Todo parecía iluminado. El cielo entero… Unas llamas altas. Y hollín. Un calor horroroso. Y él seguía sin regresar. El hollín se debía a que ardía el alquitrán; el techo de la central estaba cubierto de asfalto. Sobre el que la gente andaba, como él después recordaría, como si fuera resina. Sofocaban las llamas y él, mientras, reptaba. Subía hacia el reactor. Tiraban el grafito ardiente con los pies… Acudieron allí sin los trajes de lona; se fueron para allá tal como iban, en camisa. Nadie les advirtió; era un aviso de un incendio normal.

Las cuatro… Las cinco… Las seis… A las seis teníamos la intención de ir a ver a sus padres. Para plantar patatas. Desde la ciudad de Prípiat hasta la aldea de Sperizhie, donde vivían sus padres, hay 40 kilómetros. Íbamos a sembrar, a arar. Era su trabajo favorito… Su madre recordaba a menudo que ni ella ni su padre querían dejarlo marchar a la ciudad; incluso le construyeron una casa nueva.

Pero se lo llevaron al ejército. Sirvió en Moscú, en las tropas de bomberos, y cuando regresó, solo quería ser bombero. Ninguna otra cosa.

A veces me parece oír su voz… Oírle vivo… Ni siquiera las fotografías me producen tanto efecto como la voz. Pero nunca me llama… Ni en sueños… Soy yo quien lo llama a él…

Las siete… A las siete me comunicaron que estaba en el hospital. Corrí hacia allí, pero el hospital ya estaba acordonado por la milicia; no dejaban pasar a nadie. Solo entraban las ambulancias. Los milicianos gritaban: «Los coches están irradiados, no os acerquéis». No sólo yo, vinieron todas las mujeres, todas cuyos maridos habían estado aquella noche en la central.

Corrí en busca de una conocida que trabajaba como médico en aquel hospital. La agarré de la bata cuando salía de un coche:

—¡Déjame pasar!

—¡No puedo! Está mal. Todos están mal.

Yo la tenía agarrada:

—Solo quiero verlo.

—Bueno —me dice—, corre. Quince o veinte minutos.

Lo vi… Estaba hinchado, todo inflamado… Casi no tenía ojos…

—¡Leche! ¡Mucha leche! —me dijo mi conocida—. Que beba al menos tres litros.

—Él no toma leche.

—Pues ahora la tendrá que beber.

Muchos médicos, enfermeras y, especialmente, las auxiliares de aquel hospital, al cabo de un tiempo, se pondrían enfermas. Morirían… Pero entonces nadie lo sabía.

A las diez de la mañana murió el técnico Shishenok. Fue el primero… El primer día… Luego supimos que, bajo los escombros, se había quedado otro… Valera Jodemchuk. No lograron sacarlo. Lo emparedaron con el hormigón. Pero entonces aún no sabíamos que todos ellos serían solo los primeros…

Le pregunto:

—Vasia, ¿qué hago?

—¡Vete de aquí! ¡Vete! Estás esperando un niño.

—Estoy embarazada, es cierto. Pero ¿cómo lo voy a dejar?

Él me pide:

—¡Vete! ¡Salva al crío!

—Primero te tengo que traer leche, y luego ya veremos.

Llega mi amiga Tania Kibenok. Su marido está en la misma sala. Ha venido con su padre, que tiene coche. Nos subimos al coche y vamos a la aldea más cercana a por leche. A unos tres kilómetros de la ciudad. Compramos muchas garrafas de tres litros de leche. Seis, para que hubiera para todos. Pero la leche les provocaba unos vómitos terribles. Perdían el sentido sin parar y les pusieron el gota a gota. Los médicos nos aseguraban, no sé por qué, que se habían envenenado con los gases, nadie hablaba de la radiación.

Entretanto, la ciudad se llenó de vehículos militares, se cerraron todas las carreteras… Se veían soldados por todas partes. Dejaron de circular los trenes de cercanías, los expresos… Lavaban las calles con un polvo blanco… Me alarmé: ¿cómo iba a conseguir llegar al pueblo al día siguiente para comprarle leche fresca? Nadie hablaba de la radiación… Solo los militares iban con caretas. La gente de la ciudad llevaba su pan de las tiendas, las bolsas abiertas con los bollos. En los estantes había pasteles… La vida seguía como de costumbre. Solo… lavaban las calles con un polvo…

Por la noche no me dejaron entrar en el hospital… Había un mar de gente en los alrededores. Yo estaba frente a su ventana; él se acercó a ella y me gritó algo. ¡Se le veía tan desesperado! Entre la muchedumbre, alguien entendió lo que decía: que aquella noche se los llevaban a Moscú. Todas las esposas nos arremolinamos en un corro. Y decidimos: nos vamos con ellos. ¡Dejadnos estar con nuestros maridos! ¡No tenéis derecho! Quisimos abrirnos paso a golpes, a arañazos. Los soldados…, los soldados ya habían formado un doble cordón y nos impedían pasar a empujones. Entonces salió el médico y nos confirmó que se los llevaban aquella misma noche en avión a Moscú; que debíamos traerles ropa; la que llevaban en la central se había quemado. Los autobuses ya no funcionaban, y fuimos a pie, corriendo, a casa. Cuando volvimos con las bolsas, el avión ya se había marchado… Nos engañaron a propósito. Para que no gritáramos, ni lloráramos…

Llegó la noche… A un lado de la calle, autobuses, cientos de autobuses (ya estaban preparando la evacuación de la ciudad), y al otro, centenares de coches de bomberos. Los trajeron de todas partes. Toda la calle cubierta de espuma blanca… Íbamos pisando aquella espuma… Gritando y maldiciendo…

Por la radio dijeron que evacuarían la ciudad, para tres o, a lo mejor, cinco días. «Llévense consigo ropa de invierno y de deporte, porque van a vivir en el bosque. En tiendas de campaña». La gente hasta se alegró: «¡Nos mandan al campo!». Allí celebraremos la fiesta del Primero de Mayo. Algo inusual. La gente preparaba carne asada para el camino, y compraban vino. Se llevaban las guitarras, los magnetófonos… ¡Las maravillosas fiestas de mayo! Solo lloraban las mujeres a cuyos maridos les había pasado algo.

No recuerdo el viaje. Cuando vi a su madre, fue como si despertara:

—¡Mamá, Vasia está en Moscú! ¡Se lo llevaron en un vuelo especial!

Acabamos de sembrar el huerto: patatas, coles… [¡Y a la semana evacuarían la aldea!] ¿Quién lo iba a saber? Por la noche tuve un ataque de vómito. Era mi sexto mes de embarazo. Me sentía tan mal…

Esa noche soñé que me llamaba. Mientras estuvo vivo me llamaba en sueños: «¡Liusia, Liusia!». Pero, una vez que murió, ni una sola vez. No me llamó ni una sola vez. [Llora.] Me levanté por la mañana y me dije: «Me voy sola a Moscú. Yo que…».

—¿Adónde vas a ir en tu estado? —me dijo llorando su madre.

También se vino conmigo mi padre:

—Será mejor que te acompañe. —Sacó todo el dinero de la libreta, todo el que tenían. Todo…

No recuerdo el viaje. También se me borró de la cabeza todo el camino… En Moscú preguntamos al primer miliciano que encontramos a qué hospital habían llevado a los bomberos de Chernóbil y nos lo dijo; yo hasta me sorprendí de ello porque nos habían asustado: «No os lo dirán; es un secreto de Estado, ultrasecreto…».

—A la clínica número seis. A la Schúkinskaya.

En el hospital, que era una clínica especial de radiología, no dejaban entrar sin pases. Le di dinero a la vigilante de guardia y me dijo: «Pasa». Me dijo a qué piso debía ir. No sé a quién más le supliqué, le imploré… Lo cierto es que ya estaba en el despacho de la jefa de la sección de radiología: Anguelina Vasílievna Guskova. Entonces aún no sabía cómo se llamaba, no se me quedaba nada en la cabeza. Lo único que sabía era que debía verlo… Encontrarlo…

Ella me preguntó enseguida:

—¡Pero, alma de Dios! ¡Criatura! ¿Tiene usted hijos?

¿Cómo iba a decirle la verdad? Estaba claro que tenía que esconderle mi embarazo. ¡No me lo dejaría ver! Menos mal que soy delgadita y no se me nota nada.

—Sí —le contesto.

—¿Cuántos?

Pienso: «He de decirle que dos. Si solo es uno, tampoco me dejará pasar».

—Un niño y una niña.

—Bueno, si son dos, no creo que vayas a tener más. Ahora escucha: su sistema nervioso central está dañado por completo; la médula está completamente dañada…

«Bueno —pensé—, se volverá algo más nervioso».

—Y óyeme bien: si te pones a llorar, te mando al instante para casa. Está prohibido que os abracéis y que os beséis. No te acerques mucho. Te doy media hora.

Pero yo ya sabía que no me iría de allí. Si me iba, sería con él. ¡Me lo había jurado a mí misma!

Entro… Los veo sentados sobre las camas, jugando a las cartas, riendo.

—¡Vasia! —lo llaman.

Se da la vuelta.

—¡Vaya! ¡Hasta aquí me ha encontrado! ¡Estoy perdido!

Daba risa verlo, con su pijama de la talla 48, él, que usa una 52. Las mangas cortas, los pantalones… Pero ya le había bajado la hinchazón de la cara… Les inyectaban no sé qué solución…

—¿Tú, perdido? —le pregunto.

Y él que ya quiere abrazarme.

—Sentadito. —La médico no lo deja acercarse a mí—. Nada de abrazos aquí.

No sé cómo, pero nos lo tomamos a broma. Y al momento todos se acercaron a nosotros; vinieron hasta de las otras salas. Todos eran de los nuestros. De Prípiat. Porque habían sido veintiocho los que habían traído en avión. «¿Qué hay de nuevo? ¿Qué pasa en la ciudad?». Yo les cuento que han empezado a evacuar a la gente, que se llevan fuera a toda la ciudad durante unos tres o cinco días. Los chicos se callaron; pero también había allí dos mujeres; una de ellas estaba de guardia en la entrada el día del accidente, y la mujer rompió a llorar:

—¡Dios mío! Allí están mis hijos. ¿Qué va a ser de ellos?

Yo tenía ganas de estar a solas con él; bueno, aunque solo fuera un minuto. Los muchachos se dieron cuenta de la situación y cada uno se inventó un pretexto para salir al pasillo. Entonces lo abracé y lo besé. Él se apartó.

—No te sientes cerca. Coge una silla.

—Todo eso son bobadas —le dije, quitándole importancia—. ¿Viste dónde se produjo la explosión? ¿Qué es lo que pasó? Porque vosotros fuisteis los primeros en llegar…

—Lo más seguro es que haya sido un sabotaje. Alguien lo habrá hecho a propósito. Todos los chicos piensan lo mismo.

Entonces decían eso. Y lo creían de verdad.

Al día siguiente, cuando llegué, ya los habían separado; cada uno en una sala aparte. Les habían prohibido categóricamente salir al pasillo. Hablarse. Se comunicaban golpeando la pared. Punto-raya, punto-raya. Punto… Los médicos lo justificaron diciendo que cada organismo reacciona de manera diferente a las dosis de radiación, de manera que lo que uno aguanta puede que no lo resista otro. Allí, donde estaban ellos, hasta las paredes reaccionaban al geiger. A derecha e izquierda, y en el piso de abajo. Sacaron a todo el mundo de allí; no dejaron ni a un solo paciente… Por debajo y por encima, tampoco nadie…

Viví tres días en casa de unos conocidos de Moscú. Mis conocidos me decían: coge la cazuela, coge la olla, coge todo lo que necesites, no sientas vergüenza. ¡Así resultaron ser estos amigos! ¡Así eran! Y yo hacía una sopa de pavo para seis personas. Para seis de nuestros muchachos… Los bomberos. Del mismo turno. Todos estaban de guardia aquella noche: Vaschuk, Kibenok, Titenok, Právik, Tischura…

En la tienda les compré a todos pasta de dientes, cepillos, jabón… No había nada de esto en el hospital. Les compré toallas pequeñas… Ahora me admiro de aquellos conocidos míos; tenían miedo, por supuesto; no podían dejar de tenerlo; ya corrían todo tipo de rumores; pero, de todos modos, se prestaban a ayudarme: coge todo lo que necesites. ¡Cógelo! ¿Y él cómo está? ¿Cómo se encuentran todos? ¿Saldrán con vida? Con vida… [Calla.]

En aquellos días me topé con mucha gente buena; no los recuerdo a todos. El mundo se redujo a un solo punto. Se achicó… A él. Solo a él… Recuerdo a una auxiliar ya mayor, que me fue preparando:

—Algunas enfermedades no se curan. Debes sentarte a su lado y acariciarle la mano.

Por la mañana temprano voy al mercado; de allí a casa de mis conocidos; y preparo el caldo. Hay que rallarlo todo, desmenuzarlo, repartirlo en porciones… Uno me pidió: «Tráeme una manzana».

Con seis botes de medio litro. ¡Siempre para seis! Y para el hospital… Me quedo allí hasta la noche. Y luego, de nuevo a la otra punta de la ciudad. ¿Cuánto hubiera podido resistir? Pero, a los tres días, me ofrecieron quedarme en el hotel destinado al personal sanitario, en los terrenos del propio hospital. ¡Dios mío, qué felicidad!

—Pero allí no hay cocina. ¿Cómo voy a prepararles la comida?

—Ya no tiene que cocinar. Sus estómagos han dejado de asimilar alimentos.

Él empezó a cambiar. Cada día me encontraba con una persona diferente a la del día anterior. Las quemaduras le salían hacia fuera. Aparecían en la boca, en la lengua, en las mejillas… Primero eran pequeñas llagas, pero luego fueron creciendo. Las mucosas se le caían a capas…, como si fueran unas películas blancas… El color de la cara, y el del cuerpo…, azul…, rojo…, de un gris parduzco. Y, sin embargo, todo en él era tan mío, ¡tan querido! ¡Es imposible contar esto! ¡Es imposible escribirlo! ¡Ni siquiera soportarlo!…

Lo que te salvaba era el hecho de que todo sucedía de manera instantánea, de forma que no tenías ni que pensar, no tenías tiempo ni para llorar.

¡Lo quería tanto! ¡Aún no sabía cuánto lo quería! Justo nos acabábamos de casar… Aún no nos habíamos saciado el uno del otro… Vamos por la calle. Él me coge en brazos y se pone a dar vueltas. Y me besa, me besa. Y la gente que pasa, ríe…

El curso clínico de una dolencia aguda de tipo radiactivo dura catorce días… A los catorce días, el enfermo muere…

Ya el primer día que pasé en el hotel, los dosimetristas me tomaron una medida. La ropa, la bolsa, el monedero, los zapatos, todo «ardía». Me lo quitaron todo. Hasta la ropa interior. Lo único que no tocaron fue el dinero. A cambio, me entregaron una bata de hospital de la talla 56 —a mí, que tengo una 44—, y unas zapatillas del 43 en lugar de mi 37. La ropa, me dijeron, puede que se la devolvamos, o puede que no, porque será difícil que se pueda «limpiar».

Y así, con ese aspecto, me presenté ante él. Se asustó:

—¡Madre mía! ¿Qué te ha pasado?

Aunque yo, a pesar de todo, me las arreglaba para hacerle un caldo. Colocaba el hervidor dentro del bote de vidrio. Y echaba allí los pedazos de pollo… Muy pequeños… Luego, alguien me prestó su cazuela, creo que fue la mujer de la limpieza o la vigilante del hotel. Otra persona me dejó una tabla en la que cortaba el perejil fresco. Con aquella bata no podía ir al mercado; alguien me traía la verdura. Pero todo era inútil: ni siquiera podía beber… ni tragar un huevo crudo… ¡Y yo que quería llevarle algo sabroso! Como si eso hubiera podido ayudar.

Un día, me acerqué a Correos:

—Chicas —les pedí—, tengo que llamar urgentemente a mis padres a Ivano-Frankovsk. Se me está muriendo aquí el marido.

Por alguna razón, enseguida adivinaron de dónde y quién era mi marido, y me dieron línea inmediatamente. Aquel mismo día, mi padre, mi hermana y mi hermano tomaron el avión para Moscú. Me trajeron mis cosas. Dinero.

Era el 9 de mayo… Él siempre me decía: «¡No te imaginas lo bonita que es Moscú! Sobre todo el Día de la Victoria, cuando hay fuegos artificiales. Quiero que lo veas algún día».

Estoy a su lado en la sala; él abre los ojos:

—¿Es de día o de noche?

—Son las nueve de la noche.

—¡Abre la ventana! ¡Van a empezar los fuegos artificiales!

Abrí la ventana. Era un séptimo piso; toda la ciudad ante nosotros. Y un ramo de luces encendidas se alzó en el cielo.

—Esto sí que…

—Te prometí que te enseñaría Moscú. Igual que te prometí que todos los días de fiesta te regalaría flores…

Miro hacia él y veo que saca de debajo de la almohada tres claveles. Le había dado dinero a la enfermera y ella había comprado las flores.

Me acerqué a él y lo besé.

—Amor mío. Cuánto te quiero.

Y él, que se me pone protestón, y me dice:

—¿Qué te han dicho los médicos? ¡No se me puede abrazar! ¡Ni se me puede besar!

No me dejaban abrazarlo. Pero yo… Yo lo incorporaba, lo sentaba… Le cambiaba las sábanas… Le ponía el termómetro, se lo quitaba… Le ponía y le quitaba la cuña. Lo aseaba… Me pasaba la noche a su lado… Vigilando cada uno de sus movimientos, cada suspiro.

Menos mal que fue en el pasillo y no en la sala. La cabeza me empezó a dar vueltas y me agarré a la repisa de la ventana. En aquel momento pasó por allí un médico, que me sujetó de la mano. Y de pronto:

—¿Está usted embarazada?

—¡No, no! —Me asusté tanto. Tenía miedo de que alguien nos oyera.

—No me engañe —me dijo en un suspiro.

Me sentí tan perdida que ni se me ocurrió contestarle.

Al día siguiente me dijeron que fuera a ver a la médico jefe.

—¿Por qué me ha engañado? —me preguntó en tono severo.

—No tenía otra salida. Si le hubiera dicho la verdad, ustedes me habrían mandado a casa. ¡Fue una mentira piadosa!

—Pero ¿es que no ve lo que ha hecho?

—Sí, pero a cambio estoy a su lado…

—¡Criatura! ¡Alma de Dios!

Toda mi vida le estaré agradecida a Anguelina Vasílievna Guskova. ¡Toda mi vida!

También vinieron otras esposas. Pero no las dejaron entrar. Estuvieron conmigo sus madres. A las madres sí les dejaban pasar. La de Volodia Právik no paraba de rogarle a Dios: «Llévame mejor a mí».

El profesor estadounidense, el doctor Gale —fue él quien hizo la operación de trasplante de médula—, me consolaba: hay esperanzas, pocas, pero las hay. ¡Un organismo tan fuerte, un joven tan fuerte! Llamaron a todos sus parientes. Dos hermanas vinieron de Belarús; un hermano, de Leningrado, donde hacía el servicio militar. La hermana pequeña, Natasha, de catorce años, lloraba mucho y tenía miedo. Pero su médula resultó ser la mejor… [Se queda callada.] Ahora puedo contarlo. Antes no podía. He callado durante diez años… Diez años. [Calla.]

Cuando Vasia se enteró de que le sacarían médula espinal a su hermana menor, se negó en redondo:

—Prefiero morir. No la toquéis; es pequeña.

La mayor, Liuda, tenía veintiocho y además era enfermera, sabía de qué se trataba: «Lo que haga falta para que viva», dijo. Yo vi la operación. Estaban echados el uno junto al otro en dos mesas. En el quirófano había una gran ventana… La operación duró dos horas.

Cuando acabaron, quien se sentía peor era Liuda, más que mi marido; tenía en el pecho dieciocho inyecciones, y le costó mucho salir de la anestesia. Aún sigue enferma, le han dado la invalidez… Había sido una muchacha guapa, fuerte… No se ha casado…

Yo iba corriendo de una sala a otra, de verlo a él a visitarla a ella. Él no se encontraba en una sala normal, sino en una cámara hiperbárica especial, tras una cortina transparente, donde estaba prohibido entrar. Había unos instrumentos especiales para, sin atravesar la cortina, ponerle las inyecciones, meterle los catéteres… Y todo con unas ventosas, con unas tenazas, que yo aprendí a manejar. A extraer de allí… Y llegar hasta él… Junto a su cama había una silla pequeña.

Entonces se empezó a encontrar tan mal que ya no podía separarme de él ni un momento. Me llamaba constantemente: «Liusia, ¿dónde estás? ¡Liusia!». No paraba de llamarme.

Las otras cámaras hiperbáricas en que se encontraban nuestros muchachos las cuidaban unos soldados, porque los sanitarios civiles se negaron a ello, pedían unos trajes aislantes. Los soldados sacaban las cuñas. Limpiaban el suelo; cambiaban las sábanas. Lo hacían todo. ¿De dónde salieron aquellos soldados? No lo pregunté… Solo existía él. Él… Y cada día oía: «Ha muerto…». «Ha muerto». «Ha muerto Tischura». «Ha muerto Titenok». «Ha muerto». Como martillazos en la sien.

Hacía entre veinticinco y treinta deposiciones al día. Con sangre y mucosidad. La piel se le empezó a resquebrajar por las manos, por los pies. Todo su cuerpo se cubrió de forúnculos. Cuando movía la cabeza sobre la almohada, se le quedaban mechones de pelo. Y todo eso lo sentía tan mío. Tan querido… Yo intentaba bromear:

—Hasta es más cómodo. No te hará falta peine.

Poco después les cortaron el pelo a todos. A él lo afeité yo misma. Quería hacerlo todo yo.

Si lo hubiera podido resistir físicamente, me hubiera quedado las veinticuatro horas a su lado. Me daba pena perderme cada minuto. Un minuto, y así y todo me dolía perderlo… [Calla largo rato.]

Vino mi hermano y se asustó:

—No te dejaré volver allí. —Y mi padre que le dice:

—¿A esta no la vas a dejar? ¡Si es capaz de entrar por la ventana! ¡O por la escalera de incendios!

Un día, me voy…, regreso y sobre la mesa tiene una naranja… Grande, no amarilla, sino rosada. Él sonríe:

—Me la han regalado. Quédatela. —Pero la enfermera me hace señas a través de la cortina de que la naranja no se puede comer. En cuanto algo permanece a su lado un tiempo, no es que no se pueda comer, es que hasta tocarlo da miedo—. Venga, cómetela —me pide—. Si a ti te gustan las naranjas. —Cojo la naranja con una mano. Y él, entretanto, cierra los ojos y se queda dormido.

Todo el rato le ponían inyecciones para que durmiera. Narcóticos. La enfermera me mira horrorizada, como diciendo… ¿Qué será de mí? Yo estaba dispuesta a hacer lo que fuera para que él no pensara en la muerte… ni sobre lo horrible de su enfermedad, ni que yo le tenía miedo…

Hay un fragmento de una conversación. Lo guardo en la memoria. Alguien intenta convencerme:

—No debe usted olvidar que lo que tiene delante ya no es su marido, un ser querido, sino un elemento radiactivo con un gran poder de contaminación. No sea usted suicida. Recobre la sensatez.

Pero yo estoy como loca: «¡Lo quiero! ¡Lo quiero!». Él dormía y yo le susurraba: «¡Te amo!». Iba por el patio del hospital: «¡Te amo!». Llevaba el orinal: «¡Te amo!». Recordaba cómo vivíamos antes. En nuestra residencia… Él se dormía por la noche solo después de cogerme de la mano. Tenía esa costumbre, mientras dormía, cogerme de la mano… toda la noche.

En el hospital también yo le cogía la mano y no la soltaba.

Es de noche. Silencio. Estamos solos. Me mira atentamente, fijo, muy fijo, y de pronto me dice:

—Qué ganas tengo de ver a nuestro hijo. Cómo es.

—¿Cómo lo llamaremos?

—Bueno, eso ya lo decidirás tú.

—¿Por qué yo sola, o es que no somos dos?

—Vale, si es niño, que sea Vasia, y si es niña, Natasha.

—¿Cómo que Vasia? Yo ya tengo un Vasia. ¡Tú! Y no quiero otro.

¡Aún no sabía cuánto lo quería! Solo existía él. Solo él… ¡Estaba ciega! Ni siquiera notaba los golpecitos de debajo del corazón. Aunque ya estaba en el sexto mes. Creía que mi pequeña, al estar dentro de mí, estaba protegida. Mi pequeña…

Ningún médico sabía que yo dormía con él en la cámara hiperbárica. No se les pasaba por la cabeza. Las enfermeras me dejaban pasar. Al principio también me querían convencer:

—Eres joven. ¿Cómo se te ocurre? ¡Si esto ya no es un hombre, es un reactor nuclear! Os quemaréis los dos. —Y yo corría tras ellas como un perrito. Me quedaba horas enteras ante la puerta. Les rogaba, les imploraba. Y entonces ellas decían: «¡Que te parta un rayo! ¡Estás loca perdida!».

Por la mañana, antes de las ocho, cuando empezaba la ronda de visitas médicas, me hacían señas desde detrás de la cortina: «¡Corre!». Y yo me iba durante una hora al hotel. Pues desde las nueve de la mañana hasta las nueve de la noche tenía pase. Las piernas se me pusieron azules hasta las rodillas, se me hincharon, de tan cansada que me encontraba. Mi alma era más fuerte que mi cuerpo… Mi amor…

Mientras yo estaba con él… No lo hacían. Pero cuando me iba, lo fotografiaban. Sin ropa alguna. Desnudo. Solo con una sábana ligera por encima. Yo cambiaba cada día esa sábana, aunque, al llegar la noche, estaba llena de sangre. Lo incorporaba y en las manos se me quedaban pedacitos de su piel; se me pegaban. Yo le suplicaba:

—¡Cariño! ¡Ayúdame! ¡Apóyate en el brazo, sobre el codo, todo lo que puedas, para que alise la cama, para que te quite las costuras, los pliegues! —Cualquier costurita era una herida en su piel. Me corté las uñas hasta hacerme sangre, para no herirlo.

Ninguna de las enfermeras se decidía a acercarse a él, ni a tocarlo; si hacía falta algo, me llamaban. Y ellos… Ellos, en cambio, lo fotografiaban. Decían que era para la ciencia. ¡Los hubiera echado a patadas a todos de allí! ¡Les hubiera gritado y les hubiera pegado! ¿Cómo se atrevían? Era todo mío. Lo que más quería… ¡Si hubiera podido impedirles entrar! ¡Si hubiera podido!…

Salgo de la sala al pasillo. Y me guío por la pared, por el sofá, porque no veo nada. Paro a la enfermera de guardia y le digo:

—Se está muriendo.

Y ella me dice:

—¿Y qué esperabas? Ha recibido mil seiscientos roentgen, cuando la dosis mortal es de cuatrocientos. —A ella también le daba pena, pero de otra manera. En cambio para mí, él era todo mío. Lo que más quería.

Cuando murieron todos, repararon el hospital. Quitaron el yeso de las paredes, arrancaron el parqué y lo tiraron. La madera…

Prosigo. Lo último… Lo recuerdo a fogonazos. A fragmen… Todo se desvanece…

Una noche, estoy sentada a su lado en una silla. Eran las ocho de la mañana:

—Vasia, salgo un rato. Voy a descansar un poco.

Él abre y cierra los ojos: me deja ir. En cuanto llego al hotel, a mi habitación, y me acuesto en el suelo —no podía echarme en la cama, de tanto que me dolía todo—, llega una auxiliar:

—¡Ve! ¡Corre a verlo! ¡Te llama sin parar! —Pero aquella mañana Tania Kibenok me lo había pedido con tanta insistencia, me había rogado: «Vamos juntas al cementerio. Sin ti no soy capaz». Aquella mañana enterraban a Vitia Kibenok y a Volodia Právik.

Éramos amigos de Vitia. Dos familias amigas. Un día antes de la explosión nos habíamos fotografiado juntos en la residencia. ¡Qué guapos se veía a nuestros maridos! Alegres. El último día de nuestra vida pasada… La época anterior a Chernóbil… ¡Qué felices éramos!

Vuelvo del cementerio, llamo a toda prisa a la enfermera:

—¿Cómo está?

—Ha muerto hará unos quince minutos.

¿Cómo? Si he pasado toda la noche a su lado. ¡Si solo me he ausentado tres horas! Estaba junto a la ventana y gritaba: «¿Por qué? ¿Por qué?». Miraba al cielo y gritaba… Todo el hotel me oía. Tenían miedo de acercarse a mí. Pero me recobré y me dije: «¡Lo veré por última vez! ¡Lo iré a ver!». Bajé rodando las escaleras. Él seguía en la cámara, no se lo habían llevado.

Sus últimas palabras fueron: «¡Liusia! ¡Liusia!». «Se acaba de ir. Ahora mismo vuelve», lo intentó calmar la enfermera. Él suspiró y se quedó callado…

Ya no me separé de él. Fui con él hasta la tumba. Aunque lo que recuerdo no es el ataúd, sino una bolsa de polietileno. Aquella bolsa… En la morgue me preguntaron:

—¿Quiere que le enseñemos cómo lo vamos a vestir?

—¡Sí que quiero!

Le pusieron el traje de gala, y le colocaron la visera sobre el pecho. No le pusieron calzado. No encontraron unos zapatos adecuados, porque se le habían hinchado los pies. En lugar de pies, unas bombas. También cortaron el uniforme de gala, no se lo pudieron poner.

Hospital 6 de Moscú, especializado en radiación.
Tenía el cuerpo entero deshecho. Todo él era una llaga sanguinolenta. En el hospital, los últimos dos días… Le levantaba la mano y el hueso se le movía, le bailaba, se le había separado la carne… Le salían por la boca pedacitos de pulmón, de hígado. Se ahogaba con sus propias vísceras. Me envolvía la mano con una gasa y la introducía en su boca para sacarle todo aquello de dentro. ¡Es imposible contar esto! ¡Es imposible escribirlo! ¡Ni siquiera soportarlo!… Todo esto tan querido… Tan mío… Tan… No le cabía ninguna talla de zapatos. Lo colocaron en el ataúd descalzo.

Ante mis ojos. Vestido de gala, lo metieron en una bolsa de plástico y la ataron. Y, ya en esa bolsa, lo colocaron dentro del ataúd. El ataúd también envuelto en otra bolsa. Un celofán transparente, pero grueso, como un mantel. Y todo eso lo metieron en un féretro de zinc. Apenas lograron meterlo dentro. Solo quedó el gorro encima…

Vinieron todos. Sus padres, los míos. Compramos pañuelos negros en Moscú… Nos recibió la comisión extraordinaria. A todos les decían lo mismo: que no podemos entregaros los cuerpos de vuestros maridos, no podemos daros a vuestros hijos, son muy radiactivos y serán enterrados en un cementerio de Moscú de una manera especial. En unos féretros de zinc soldados, bajo unas planchas de hormigón. Deben ustedes firmarnos estos documentos… Necesitamos su consentimiento. Y si alguien, indignado, quería llevarse el ataúd a casa, lo convencían de que se trataba de unos héroes, decían, y ya no pertenecen a su familia. Son personalidades. Y pertenecen al Estado.

Subimos al autobús. Los parientes y unos militares. Un coronel con una radio. Por la radio se oía: «¡Esperen órdenes! ¡Esperen!». Estuvimos dando vueltas por Moscú unas dos o tres horas, por la carretera de circunvalación. Luego regresamos de nuevo a Moscú. Y por la radio: «No se puede entrar en el cementerio. Lo han rodeado los corresponsales extranjeros. Aguarden otro poco». Los parientes callamos. Mamá lleva el pañuelo negro… yo noto que pierdo el conocimiento.

Me da un ataque de histeria:

—¿Por qué hay que esconder a mi marido? ¿Quién es: un asesino? ¿Un criminal? ¿Un preso común? ¿A quién enterramos?

Mamá me dice:

—Calma, calma, hija mía. —Y me acaricia la cabeza, me coge de la mano…

El coronel informa por la radio:

—Solicito permiso para dirigirme al cementerio. A la esposa le ha dado un ataque de histeria.

En el cementerio nos rodearon los soldados. Marchábamos bajo escolta, hasta el ataúd. No dejaron pasar a nadie para despedirse de él. Solo los familiares… Lo cubrieron de tierra en un instante.

—¡Rápido, más deprisa! —ordenaba un oficial. Ni siquiera nos dejaron abrazar el ataúd.

Y, corriendo, a los autobuses. Todo a escondidas.

Compraron en un abrir y cerrar de ojos los billetes de vuelta y nos los trajeron. Al día siguiente, en todo momento estuvo con nosotros un hombre vestido de civil, pero con modales de militar; no me dejó salir del hotel siquiera a comprar comida para el viaje. No fuera a ocurrir que habláramos con alguien; sobre todo yo. Como si en aquel momento hubiera podido hablar, ni llorar podía.

La responsable del hotel, cuando nos íbamos, contó todas las toallas, todas las sábanas… Y allí mismo las fue metiendo en una bolsa de polietileno. Seguramente lo quemaron todo… Pagamos nosotros el hotel. Por los catorce días…

El proceso clínico de las enfermedades radiactivas dura catorce días. A los catorce días, el enfermo muere…

Al llegar a casa, me dormí. Entré en casa y me derrumbé en la cama. Estuve durmiendo tres días enteros. No me podían despertar. Vino una ambulancia.

—No —dijo el médico—, no ha fallecido. Despertará. Es una especie de sueño terrible.

Tenía veintitrés años…

Recuerdo un sueño. Viene a verme mi difunta abuela, con la misma ropa con la que la enterramos. Y adorna un abeto. «Abuela, ¿cómo es que tenemos un abeto? ¿No estamos en verano?». «Así debe ser. Pronto tu Vasia vendrá a verme. Y cómo ha crecido en el bosque».

Recuerdo… Recuerdo otro sueño: llega Vasia vestido de blanco y llama a Natasha. A nuestra hija, la niña que aún no había dado a luz. Ya es mayor y yo me asombro: ¿cómo ha podido crecer tan rápidamente? Él la lanza por el aire hacia el techo y los dos ríen. Y yo los miro y pienso: qué sencillo es ser feliz. Tan sencillo… Luego tuve otro sueño. Paseamos los dos por el agua. Andamos mucho, mucho rato… Seguramente me pedía que no llorara. Me mandaba señales. De allá. De arriba… [Se queda callada durante largo rato.]

Al cabo de dos meses regresé a Moscú. De la estación al cementerio. ¡A verle! Y allí, en el cementerio, me empezaron las contracciones. En cuanto me puse a hablar con él. Llamaron a una ambulancia. Les di la dirección del hospital. Di a luz allí mismo. Con la misma doctora, con Anguelina Vasílievna Guskova. Ya en su momento me había dicho:

—Ven aquí a dar a luz.

¿Adónde iba a ir si no? Parí con dos semanas de adelanto.

Me la enseñaron. Una niña…

—Natasha —la llamé—. Tu papá te llamó Natasha.

Por su aspecto, parecía un bebé sano. Con sus bracitos, sus piernas. Pero tenía cirrosis. En su hígado había 28 roentgen. Y una lesión congénita del corazón. A las cuatro horas me dijeron que la niña había muerto. ¡Y, otra vez, que no se la vamos a dar! ¿Cómo que no me la vais a dar? ¡Soy yo quien no os la voy a dar a vosotros! ¡La queréis para vuestra ciencia, pues yo odio vuestra ciencia! ¡La odio! Vuestra ciencia fue la que se lo llevó y ahora aún quiere más. ¡No os la daré! La enterraré yo misma. Junto a su padre… [Pasa a hablar en susurros.]

No hay manera de que me salga lo que quiero decir. No con palabras. Después del ataque al corazón, no puedo gritar. Tampoco me dejan llorar. Por eso no me salen las palabras. Pero le diré… Quiero que sepa… Aún no se lo he confesado a nadie. Cuando no les di a mi hija…, nuestra hija…, entonces, me trajeron una cajita de madera:

—Aquí está.

Lo comprobé. La habían envuelto en pañales. Toda envuelta en pañales. Y entonces me puse a llorar y les dije:

—Colóquenla a los pies de mi marido. Y díganle que es nuestra Natasha.

Allí, en la tumba, no está escrito «Natasha Ignatenko». Solo está el nombre de él. Ella no tuvo ni nombre, no tuvo nada. Solo alma. Y allí es donde enterré su alma…

Siempre vengo a verlos con dos ramos: uno es para él y el segundo lo pongo en un rinconcito para ella. Me arrastro de rodillas por la tumba. Siempre de rodillas… [De manera inconexa:] Yo la maté. Fue mi culpa. Ella, en cambio… Ella me ha salvado. Mi niña me salvó. Recibió todo el impacto radiactivo, se convirtió, como si dijéramos, en el receptor de todo el impacto. Tan pequeñita. Una bolita. [Pierde el aliento.] Ella me salvó. Pero yo los quería a ambos. ¿Cómo es posible? ¿Cómo se puede matar con el amor? ¡Con un amor como este! ¿Por qué están tan juntos? El amor y la muerte. Tan juntos. ¿Quién me lo podrá explicar? Me arrastro de rodillas por la tumba. [Calla largo rato.]

En Kíev me dieron un piso. En una casa grande, donde ahora viven todos los que tienen que ver con la central nuclear. Todos somos conocidos. Es un piso grande, de dos habitaciones, con el que Vasia y yo siempre habíamos soñado. ¡Pero yo allí me volvía loca! En cada rincón, mirara donde mirase, allí estaba él. Sus ojos. Me puse a arreglar la casa, a hacer lo que fuera para no parar quieta, lo que fuera para no pensar. Así pasé dos años.

Un día tuve un sueño: vamos los dos juntos, pero él va descalzo. «¿Por qué vas descalzo siempre?». «Pues porque no tengo nada». Fui a la iglesia. Y el padre me aconsejó:

—Hay que comprar unas zapatillas de talla grande y colocarlas en el féretro de algún difunto. Y escribir una nota de que son para él.

Así lo hice. Llegué a Moscú y me dirigí de inmediato a una iglesia. En Moscú estoy más cerca de él. Allí descansa, en el cementerio Mitinski. Le expliqué a un clérigo lo que me pasaba, que había de hacerle llegar unas zapatillas a mi marido. Y él me pregunta:

—¿Y tú sabes, hija mía, cómo conviene hacerlo?

Me lo explica… Justo en ese momento traen a un anciano para rezarle un responso. Y yo que me acerco al ataúd, levanto el velo y coloco allí las zapatillas.

—¿Y la nota… la has escrito?

—Sí, la he escrito, pero no digo nada de en qué cementerio está enterrado.

—Allí todos están juntos. Ya lo encontrarán.

No tenía ningunas ganas de vivir. Por la noche me quedaba junto a la ventana y miraba al cielo: «Vasia, ¿qué he de hacer? No quiero vivir sin ti». Durante el día, paso junto a un jardín infantil y me quedo ahí parada. Me pasaría la vida mirando a los niños… ¡Me estaba volviendo loca! Y por las noches le pedía: «Vasia, pariré un niño. Me da miedo estar sola. No lo aguantaré. ¡Vasia!». Y al día siguiente se lo volvía a pedir: «Vasia, no necesito un hombre. No hay nadie mejor que tú. Quiero un niño».

Tenía veinticinco años…

Encontré un hombre. Se lo conté todo. Toda la verdad. Que tuve un amor, un amor para toda la vida. Se lo confesé todo. Nos veíamos, pero nunca lo invitaba a mi casa. En casa no podía. Allí estaba Vasia.

Trabajé en una pastelería. Hacía una tarta y las lágrimas me caían a mares. No lloraba, pero las lágrimas me seguían cayendo. Solo les pedí a las chicas una cosa:

—No me tengáis lástima. En cuanto me empecéis a consolar, me marcho.

Quería ser como todos los demás. No hay que tenerme lástima. Hubo un tiempo en que fui feliz.

Me trajeron la medalla de Vasia. Una de color rojo. No podía mirarla mucho tiempo. Se me saltaban las lágrimas.

He tenido un niño. Andréi… Andréi se llama. Las amigas me querían hacer cambiar de idea:

—Tú no puedes tener hijos.

Y los médicos me asustaban:

—Su organismo no lo soportará.

Después… Después me dijeron que le faltaría una mano. Se veía por el aparato. «¿Y qué? —me dije—. Le enseñaré a escribir con la mano izquierda». Y nació normal. Un niño guapo. Ya va a la escuela, y saca todo excelentes.

Ahora tengo a alguien. A alguien por quien respiro y vivo. Él lo comprende todo a la perfección:

—Mamá, si voy a ver a la abuela un par de días, ¿podrás respirar?

—¡No podré! Me da miedo separarme de él un solo día.

Un día íbamos por la calle. Y noto que me caigo. Entonces fue cuando me dio el ataque. Allí, en la misma calle.

—Mamá, ¿quieres un poco de agua?

—No. Quédate a mi lado. No te vayas a ninguna parte.

Y lo agarré de la mano. Luego ya no recuerdo nada… Abrí los ojos en el hospital. Lo había sujetado de tal modo que los médicos se las vieron moradas para abrirme los dedos. El niño tuvo la mano azul durante varios días.

Y ahora cuando salimos de casa me pide:

—Mamá, por favor, no me agarres de la mano. No me iré a ninguna parte.

Él también está enfermo: va dos semanas a la escuela y dos las pasa en casa, con el médico. Así vivimos. Tememos el uno por el otro.

Y en cada rincón está Vasia. Sus fotos. Y por las noches no paro de hablar con él. A veces me pide en sueños: «Enséñame a nuestro niño». Y Andréi y yo vamos a verle. Él trae de la mano a nuestra hija. Siempre está con ella. Solo juega con ella.

Así es como vivo. Vivo a la vez en un mundo real y en otro irreal. Y no sé dónde estoy mejor.

Tengo de vecinos a todos los de la central; ocupamos aquí toda una calle. Así la llaman: la «calle de Chernóbil». Esta gente ha trabajado toda la vida en la central. Y hasta hoy van allí a hacer guardia; en la central solo se hacen turnos de guardia. Allí ya no vive nadie ni nunca vivirá.

Muchos sufren terribles enfermedades, son inválidos, pero no dejan la central. Tienen miedo hasta de pensar que la cerrarán. No se imaginan su vida sin el reactor; es su vida. ¿A quién le harían falta tal como están en otro trabajo?

Muchos se mueren. De repente. Sobre la marcha. Va uno por la calle y, de pronto, cae muerto. Se acuesta y ya no despierta. Le lleva unas flores a una enfermera y, de pronto, se le para el corazón.

Esta gente se está muriendo, pero nadie les ha preguntado de verdad sobre lo sucedido. Sobre lo que hemos padecido. Lo que hemos visto. La gente no quiere oír hablar de la muerte. De los horrores.

Pero yo le he hablado del amor… De cómo he amado.


LIUDMILA IGNATENKO,
esposa del bombero fallecido Vasili Ignatenko