viernes, 18 de mayo de 2012

Perfecto Carmesí: Preludio a Diablo III

Considerando que Tabireau se creía un superviviente, era irónico que el rasgo lo acompañara después de morir. No como él habría deseado, por supuesto.

Masticaba las entrañas por maldad. No tenía el hambre que sus congéneres manifestaban, la carne que bajaba por su garganta no representaba ningún sustento. Y sin embargo sabía que si seguía comiéndose al rostro de la mujer, quienes la encontraran (intacta del cuello para abajo), tendrían que reconocer su crueldad. Su pasión por la violencia. Él no era como los demás muertos vivientes; no podía decir por qué y era vagamente consciente de su propia capacidad cognoscitiva. En última instancia, no importaba. Estaba amasando una armada con otros no-muertos. Pronto tendría con qué plantar cara al mundo.

Mordía el hueso; ya no quedaba carne qué arrancar. Sabía que en los pueblos de los vivos le habían puesto un nombre, distinto de aquel con el que nació y aunque era capaz de recordar su famosa estrategia y cuál era el espacio que le servía de cuartel general, no era bueno con los nombres. Los nombres son cosas de gente viva, de los que pueden depositar importancia en ello. Del lado de Tabireau, todos estaban muertos. Algunos eran más fuertes que otros. Punto. Habría tenido que ponerle nombres a todo de cuya nomenclatura olvidó, una obvia pérdida de tiempo. No es como si se fuese a poner más viejo, pero deseaba, necesitaba engrosar sus filas cuanto antes. Matar más vivos para que caminaran más muertos. Porque sabía que algo más venía. Algo que había temido toda su vida con un pavor que seguía ardiendo dentro de él, tan fuerte como las negras magias que corrían en sus podridos huesos.

Un terror inimaginable.

Al pensar en ello (si es que al proceso dentro de su cerebro lleno de gusanos podía llamársele “pensar”), dejaba de tirar del flujo de pelo rubio entre sus dientes. El cabello de la mujer, que en vida había sido un soldado enviada para matarlo (ni siquiera él sabía si podía volver a morir), estaba naranja, habiéndose mezclado con toda esa sangre. Parecía que nacía de la garganta de Tabireau y no del cuero cabelludo que se retiraba más y más del cráneo, con un olor a agua negra que la nariz de los muertos no podía percibir. Ciertamente, el zombi inédito se irguió y se rascó la piel de pergamino sobre sus pómulos, llamando a los insectos que lo devoraban a salir de su carcasa. Se hundía las uñas hasta el hueso, las mismas cicatrices que le servían de barba. No le dolía flagelarse y no entendía por qué era así que se manifestaba su miedo. Alzó la cara a ese cielo gris de Khanduras, la tierra que lo vio nacer y morir. Ahí estaba el sol indiferente, en sus grises cejas aterrizaron las breves gotas de una lluvia incipiente. De la estrella, nada. Por más que sus pupilas lechosas buscaban, no conseguía ver otra vez ese puño de fuego que bajó por la noche, la estrella que abrió al cielo horas antes de que él abandonara la vida mortal.

Separó los labios.

Asomó los dientes, como perlas rosas imperfectas.

El nombre estaba en la punta de su lengua, vomitado sin esfuerzo, en un muerto hálito que sólo utilizaban los suyos cuando estaban excitados ante la visión de la muerte.

—Diablo —dijo y luego con más voz—: Diablo.

Cayó de rodillas, se rascó más fuerte que nunca y sus esbirros se quedaron de pie, incapaces de identificarse con esa emoción en los restos de un corazón que sólo había tenido lugar para el odio.

No lo recordaba, pero era testigo de los tiempos en los que El Señor del Terror caminó por la tierra. Tabireau fue un soldado mediocre y, a diferencia de los demás ineptos con las armas, lo sabía. Se avocó al comercio y hacía frecuentes viajes entre Tristram y Westmarch. Durante la guerra, fue detenido por los agentes del Rey Negro, sospechándolo espía del enemigo. Lo echaron a una celda, no sin antes darle la paliza más grande de su vida —y teniendo un padre alcohólico y boxeador, era bastante decir.

De forma que cuando consiguió escapar junto a otros cinco reos, gracias a la pobre administración de un rey que se pasaba las noches gritando, se fue lejos de su tierra natal, al desierto, a la joya de Lut Gholein.  No tenía pesadillas a menudo y cuando lo hacía, le echaba la culpa al licor. El sueño era siempre el mismo: corría de hombres que no conocía pero que sabía que habían venido por él. Clamaban sacrificios para su dios oscuro y era el turno de Tabireau. Él se hundía en el bosque, creía que había escapado y, desde las sombras, es devorado por atacantes que no puede ver. La misma secuencia que comenzó en la cárcel, cuando puntuaba los días idénticos con el sueño. No fue sino hasta que le llegaron los rumores, que temió un origen más oscuro para esas visiones.

Diablo está en Tristram, decían. Diablo, el malvado de las leyendas, se había escapado de su prisión infernal y ahora daba órdenes desde lo más profundo del monasterio, clamando sangre hasta que el mundo se viera consumido por su rabia.

Una locura, claro, pero de todas formas hizo más distancia con Tristram, se fue a las selvas de Kurast. Puso un mar de por medio entre él y esos sueños verdugos.

Las pesadillas desaparecieron y, por un tiempo, la vida fue buena. Kurast era un hervidero de actividad, cuna del Zakarum, una religión de luz que nunca había hecho nada por él, pero que tampoco lo había perseguido. Por supuesto que Leoric, el rey loco, había sido estandarte del Zakarum, ¿Pero no hay locos en todas las organizaciones? Estaba dispuesto a olvidar las cicatrices y las noches de comer con los dedos recogiendo los granos de las grietas entre el suelo de la mazmorra. Porque todo aquello, la cárcel, los gritos de los ejecutados al azar, formaba parte de la misma pesadilla, un sueño escarlata que se mezclaba con sus horas despierto, los momentos suspendidos en el tiempo en que miraba hacia el pasillo del calabozo y lo podía ver. Era un muchacho el que venía a él. Venía a rescatarlo, a corregir las injusticias. Venía con comida caliente y la promesa de una cama suave. Tabireau sabía cómo terminaba la ilusión y sin embargo no podía evitar estirar la mano hacia todas esas promesas que nunca se cumplirían. Porque el muchacho se transformaba ante sus ojos. Era una visión de sangre, un aliento hematúrico que entraba no por tus fosas nasales sino por cada poro de tu piel. Se asentaba en tu cerebro. Y se alimentaba de ese pánico que florecía en la boca de tu estómago.

Diablo no podía ser real. Y si alguna vez lo fue, el fin de las pesadillas sólo significaba que estaba muerto.

Por alguna razón, cuando comenzaron los rumores de El Vagabundo, los fantasmas en los sueños siguieron sepultados. La verdad es que desde que Leoric perdió la cabeza, el mundo no había sido el mismo. Antes, te decían que hombres-cabra habían secuestrado a una familia completa para sacrificarlos a la luna y te reías de quien echó el cuento. Ahora sacudías la cabeza, lo tildabas de locura, pero apurabas el resto de tu cerveza. Nada podía darse por sentado. El miedo que una vez él conoció mientras se consumía en la miseria de su claustro empezaba a asomar, saliendo de la tierra como el pasto, contagiándolos a todos. Los días de cielo gris volvieron. Las voces en su cabeza, de esa parte dentro de su espíritu que generaba las pesadillas, le decían con voz progresivamente fuerte que tú no escapas del terror. Lo pospones.

Lo vio con sus propios ojos. Guardias corriendo a defender la ciudad, vecinos que se escondían en sus casas, en las alcantarillas. Sacerdotes luchando con monstruos imaginarios. Soldados abandonando sus puestos mientras gritaban que si se quedaban, algo peor que la muerte estaba a la espera.

Tabireau subió a la más alta torre de Kurast, en uno de los templos de la religión.

Se paró su corazón, hasta ocasionarle dolor derramado en las entrañas.

No era un ejército. No eran las legiones infernales. Eran dos hombres.

Uno en túnica, el otro en tentáculos. Y dentro de las túnicas, estaba el resplandor carmesí. La voz que, hasta ese momento, se había manifestado sólo en sus más destructivas fantasías.

—Me persiguieron —fue lo que dijo, sin dar crédito a sus ojos.

Sus pesadillas lo persiguieron y le darían caza hasta el fin del mundo. Ni siquiera la muerte podrá salvarte de mí. Tabireau lloró sin saberlo y se orinó sin desearlo.

Recorrió la tierra. Dejó su vida atrás, cambió su identidad, se rasuró el pelo y el bigote. Un absurdo, pero cuando sabes que no tienes opciones, aceptas cualquier solución. Se repitió el ciclo. Y cuando los malos sueños aplacaron, Tabireau supo que era el preludio a la tormenta. Porque cuando corría entre los bosques de Khanduras, dos décadas más tarde, sabía que esas imágenes que se proyectaban en las caras internas de sus párpados no eran alucinaciones oníricas. Eran visiones del futuro. Cuando las manos lo envolvieron y el puñal ceremonial se alzó, él cerró los ojos, sabiendo cómo terminaba la historia.

Poco tiempo después de salir de su ataúd —un segundo nacimiento en el que una tierra corrupta y negra cumplía el papel de madre—, aprendió el truco que lo hizo famoso. Se echaba a un lado del camino, fingiendo la muerte verdadera. Cuando mortales pasaban a inspeccionar (saberse próximo a una criatura con respiración le daba un intenso hormigueo debajo de la piel), él entraba en acción, siempre esperando al momento más oportuno. Metía las manos en los estómagos abiertos y mugía, gritaba hacia la noche. Afirmaba su autoridad. Creyó que nunca más tendría que temer.

Uno no escapa del terror. Sólo lo pospones.

Diablo venía en camino. Podía sentirlo en los gusanos que se comían sus tripas; El Señor del Terror ya estaba cerca, con una furia que haría a los mismos infiernos llorar.

Cuando la lluvia arreció, el muerto viviente seguía gritando.



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