Hola. Les había prometido que hablaríamos del capítulo 2
y 3 de Chernobyl hoy, pero preferí unir al 2 y al 4, porque
tocan temas similares, y dejar esto para lo que pasó Liudmila Ignatenko en la
vida real. ¿Sabes esa rubia de los rulitos? Su cuento aparece en Voces de
Chernóbil y en el tercer capítulo, que
vimos la semana pasada. La serie es muy delicada sobre el síndrome de
envenenamiento agudo por radiación y si te parece que lo que muestra es
horroroso, prepárate.
I’m gonna warn you again, esta historia va a romper tu
corazón y nunca más te va a abandonar. Esto es textual del libro:
UNA SOLITARIA VOZ HUMANA
No sé de qué hablar… ¿De la muerte o
del amor? ¿O es lo mismo? ¿De qué?
Nos habíamos casado no hacía mucho. Aún
íbamos por la calle agarrados de la mano, hasta cuando íbamos de compras.
Siempre juntos. Yo le decía: «Te quiero». Pero aún no sabía cuánto le quería.
Ni me lo imaginaba… Vivíamos en la residencia de la unidad de bomberos, donde
él trabajaba. En el piso de arriba. Junto a otras tres familias jóvenes, con
una sola cocina para todos. Y en el bajo estaban los coches. Unos camiones de
bomberos rojos. Este era su trabajo. Yo siempre estaba al corriente: dónde se
encontraba, qué le pasaba…
En mitad de la noche oí un ruido.
Gritos. Miré por la ventana. Él me vio:
—Cierra las ventanillas y acuéstate.
Hay un incendio en la central. Volveré pronto.
No vi la explosión. Solo las llamas.
Todo parecía iluminado. El cielo entero… Unas llamas altas. Y hollín. Un calor
horroroso. Y él seguía sin regresar. El hollín se debía a que ardía el
alquitrán; el techo de la central estaba cubierto de asfalto. Sobre el que la
gente andaba, como él después recordaría, como si fuera resina. Sofocaban las
llamas y él, mientras, reptaba. Subía hacia el reactor. Tiraban el grafito
ardiente con los pies… Acudieron allí sin los trajes de lona; se fueron para
allá tal como iban, en camisa. Nadie les advirtió; era un aviso de un incendio
normal.
Las cuatro… Las cinco… Las seis… A las
seis teníamos la intención de ir a ver a sus padres. Para plantar patatas.
Desde la ciudad de Prípiat hasta la aldea de Sperizhie, donde vivían sus
padres, hay 40 kilómetros. Íbamos a sembrar, a arar. Era su trabajo favorito… Su
madre recordaba a menudo que ni ella ni su padre querían dejarlo marchar a la
ciudad; incluso le construyeron una casa nueva.
Pero se lo llevaron al
ejército. Sirvió en Moscú, en las tropas de bomberos, y cuando regresó, solo
quería ser bombero. Ninguna otra cosa.
A veces me parece oír su
voz… Oírle vivo… Ni siquiera las fotografías me producen tanto efecto como la
voz. Pero nunca me llama… Ni en sueños… Soy yo quien lo llama a él…
Las siete… A las siete me
comunicaron que estaba en el hospital. Corrí hacia allí, pero el hospital ya
estaba acordonado por la milicia; no dejaban pasar a nadie. Solo entraban las
ambulancias. Los milicianos gritaban: «Los coches están irradiados, no os
acerquéis». No sólo yo, vinieron todas las mujeres, todas cuyos maridos habían
estado aquella noche en la central.
Corrí en busca de una
conocida que trabajaba como médico en aquel hospital. La agarré de la bata
cuando salía de un coche:
—¡Déjame pasar!
—¡No puedo! Está mal.
Todos están mal.
Yo la tenía agarrada:
—Solo quiero verlo.
—Bueno —me dice—, corre.
Quince o veinte minutos.
Lo vi… Estaba hinchado,
todo inflamado… Casi no tenía ojos…
—¡Leche! ¡Mucha leche!
—me dijo mi conocida—. Que beba al menos tres litros.
—Él no toma leche.
—Pues ahora la tendrá que
beber.
Muchos médicos,
enfermeras y, especialmente, las auxiliares de aquel hospital, al cabo de un
tiempo, se pondrían enfermas. Morirían… Pero entonces nadie lo sabía.
A las diez de la mañana
murió el técnico Shishenok. Fue el primero… El primer día… Luego supimos que,
bajo los escombros, se había quedado otro… Valera Jodemchuk. No lograron
sacarlo. Lo emparedaron con el hormigón. Pero entonces aún no sabíamos que todos
ellos serían solo los primeros…
Le pregunto:
—Vasia, ¿qué hago?
—¡Vete de aquí! ¡Vete!
Estás esperando un niño.
—Estoy embarazada, es cierto.
Pero ¿cómo lo voy a dejar?
Él me pide:
—¡Vete! ¡Salva al crío!
—Primero te tengo que
traer leche, y luego ya veremos.
Llega mi amiga Tania
Kibenok. Su marido está en la misma sala. Ha venido con su padre, que tiene
coche. Nos subimos al coche y vamos a la aldea más cercana a por leche. A unos
tres kilómetros de la ciudad. Compramos muchas garrafas de tres litros de
leche. Seis, para que hubiera para todos. Pero la leche les provocaba unos
vómitos terribles. Perdían el sentido sin parar y les pusieron el gota a gota.
Los médicos nos aseguraban, no sé por qué, que se habían envenenado con los
gases, nadie hablaba de la radiación.
Entretanto, la ciudad se
llenó de vehículos militares, se cerraron todas las carreteras… Se veían
soldados por todas partes. Dejaron de circular los trenes de cercanías, los
expresos… Lavaban las calles con un polvo blanco… Me alarmé: ¿cómo iba a
conseguir llegar al pueblo al día siguiente para comprarle leche fresca? Nadie
hablaba de la radiación… Solo los militares iban con caretas. La gente de la
ciudad llevaba su pan de las tiendas, las bolsas abiertas con los bollos. En
los estantes había pasteles… La vida seguía como de costumbre. Solo… lavaban
las calles con un polvo…
Por la noche no me
dejaron entrar en el hospital… Había un mar de gente en los alrededores. Yo
estaba frente a su ventana; él se acercó a ella y me gritó algo. ¡Se le veía
tan desesperado! Entre la muchedumbre, alguien entendió lo que decía: que
aquella noche se los llevaban a Moscú. Todas las esposas nos arremolinamos en
un corro. Y decidimos: nos vamos con ellos. ¡Dejadnos estar con nuestros
maridos! ¡No tenéis derecho! Quisimos abrirnos paso a golpes, a arañazos. Los
soldados…, los soldados ya habían formado un doble cordón y nos impedían pasar
a empujones. Entonces salió el médico y nos confirmó que se los llevaban
aquella misma noche en avión a Moscú; que debíamos traerles ropa; la que
llevaban en la central se había quemado. Los autobuses ya no funcionaban, y
fuimos a pie, corriendo, a casa. Cuando volvimos con las bolsas, el avión ya se
había marchado… Nos engañaron a propósito. Para que no gritáramos, ni
lloráramos…
Llegó la noche… A un lado
de la calle, autobuses, cientos de autobuses (ya estaban preparando la
evacuación de la ciudad), y al otro, centenares de coches de bomberos. Los
trajeron de todas partes. Toda la calle cubierta de espuma blanca… Íbamos
pisando aquella espuma… Gritando y maldiciendo…
Por la radio dijeron que
evacuarían la ciudad, para tres o, a lo mejor, cinco días. «Llévense consigo ropa
de invierno y de deporte, porque van a vivir en el bosque. En tiendas de
campaña». La gente hasta se alegró: «¡Nos mandan al campo!». Allí celebraremos
la fiesta del Primero de Mayo. Algo inusual. La gente preparaba carne asada
para el camino, y compraban vino. Se llevaban las guitarras, los magnetófonos…
¡Las maravillosas fiestas de mayo! Solo lloraban las mujeres a cuyos maridos
les había pasado algo.
No recuerdo el viaje.
Cuando vi a su madre, fue como si despertara:
—¡Mamá, Vasia está en
Moscú! ¡Se lo llevaron en un vuelo especial!
Acabamos de sembrar el
huerto: patatas, coles… [¡Y a la semana evacuarían la aldea!] ¿Quién lo
iba a saber? Por la noche tuve un ataque de vómito. Era mi sexto mes de
embarazo. Me sentía tan mal…
Esa noche soñé que me llamaba.
Mientras estuvo vivo me llamaba en sueños: «¡Liusia, Liusia!». Pero, una vez
que murió, ni una sola vez. No me llamó ni una sola vez. [Llora.] Me
levanté por la mañana y me dije: «Me voy sola a Moscú. Yo que…».
—¿Adónde vas a ir en tu
estado? —me dijo llorando su madre.
También se vino conmigo
mi padre:
—Será mejor que te
acompañe. —Sacó todo el dinero de la libreta, todo el que tenían. Todo…
No recuerdo el viaje.
También se me borró de la cabeza todo el camino… En Moscú preguntamos al primer
miliciano que encontramos a qué hospital habían llevado a los bomberos de
Chernóbil y nos lo dijo; yo hasta me sorprendí de ello porque nos habían
asustado: «No os lo dirán; es un secreto de Estado, ultrasecreto…».
—A la clínica número
seis. A la Schúkinskaya.
En el hospital, que era
una clínica especial de radiología, no dejaban entrar sin pases. Le di dinero a
la vigilante de guardia y me dijo: «Pasa». Me dijo a qué piso debía ir. No sé a
quién más le supliqué, le imploré… Lo cierto es que ya estaba en el despacho de
la jefa de la sección de radiología: Anguelina Vasílievna Guskova. Entonces aún
no sabía cómo se llamaba, no se me quedaba nada en la cabeza. Lo único que
sabía era que debía verlo… Encontrarlo…
Ella me preguntó
enseguida:
—¡Pero, alma de Dios!
¡Criatura! ¿Tiene usted hijos?
¿Cómo iba a decirle la
verdad? Estaba claro que tenía que esconderle mi embarazo. ¡No me lo dejaría
ver! Menos mal que soy delgadita y no se me nota nada.
—Sí —le contesto.
—¿Cuántos?
Pienso: «He de decirle
que dos. Si solo es uno, tampoco me dejará pasar».
—Un niño y una niña.
—Bueno, si son dos, no
creo que vayas a tener más. Ahora escucha: su sistema nervioso central está
dañado por completo; la médula está completamente dañada…
«Bueno —pensé—, se
volverá algo más nervioso».
—Y óyeme bien: si te
pones a llorar, te mando al instante para casa. Está prohibido que os abracéis
y que os beséis. No te acerques mucho. Te doy media hora.
Pero yo ya sabía que no
me iría de allí. Si me iba, sería con él. ¡Me lo había jurado a mí misma!
Entro… Los veo sentados
sobre las camas, jugando a las cartas, riendo.
—¡Vasia! —lo llaman.
Se da la vuelta.
—¡Vaya! ¡Hasta aquí me ha
encontrado! ¡Estoy perdido!
Daba risa verlo, con su
pijama de la talla 48, él, que usa una 52. Las mangas cortas, los pantalones…
Pero ya le había bajado la hinchazón de la cara… Les inyectaban no sé qué
solución…
—¿Tú, perdido? —le
pregunto.
Y él que ya quiere
abrazarme.
—Sentadito. —La médico no
lo deja acercarse a mí—. Nada de abrazos aquí.
No sé cómo, pero nos lo
tomamos a broma. Y al momento todos se acercaron a nosotros; vinieron hasta de
las otras salas. Todos eran de los nuestros. De Prípiat. Porque habían sido
veintiocho los que habían traído en avión. «¿Qué hay de nuevo? ¿Qué pasa en la
ciudad?». Yo les cuento que han empezado a evacuar a la gente, que se llevan
fuera a toda la ciudad durante unos tres o cinco días. Los chicos se callaron;
pero también había allí dos mujeres; una de ellas estaba de guardia en la
entrada el día del accidente, y la mujer rompió a llorar:
—¡Dios mío! Allí están
mis hijos. ¿Qué va a ser de ellos?
Yo tenía ganas de estar a
solas con él; bueno, aunque solo fuera un minuto. Los muchachos se dieron
cuenta de la situación y cada uno se inventó un pretexto para salir al pasillo.
Entonces lo abracé y lo besé. Él se apartó.
—No te sientes cerca.
Coge una silla.
—Todo eso son bobadas —le
dije, quitándole importancia—. ¿Viste dónde se produjo la explosión? ¿Qué es lo
que pasó? Porque vosotros fuisteis los primeros en llegar…
—Lo más seguro es que
haya sido un sabotaje. Alguien lo habrá hecho a propósito. Todos los chicos
piensan lo mismo.
Entonces decían eso. Y lo
creían de verdad.
Al día siguiente, cuando
llegué, ya los habían separado; cada uno en una sala aparte. Les habían
prohibido categóricamente salir al pasillo. Hablarse. Se comunicaban golpeando
la pared. Punto-raya, punto-raya. Punto… Los médicos lo justificaron diciendo
que cada organismo reacciona de manera diferente a las dosis de radiación, de manera
que lo que uno aguanta puede que no lo resista otro. Allí, donde estaban ellos,
hasta las paredes reaccionaban al geiger. A derecha e izquierda, y en el piso
de abajo. Sacaron a todo el mundo de allí; no dejaron ni a un solo paciente…
Por debajo y por encima, tampoco nadie…
Viví tres días en casa de
unos conocidos de Moscú. Mis conocidos me decían: coge la cazuela, coge la
olla, coge todo lo que necesites, no sientas vergüenza. ¡Así resultaron ser
estos amigos! ¡Así eran! Y yo hacía una sopa de pavo para seis personas. Para
seis de nuestros muchachos… Los bomberos. Del mismo turno. Todos estaban de
guardia aquella noche: Vaschuk, Kibenok, Titenok, Právik, Tischura…
En la tienda les compré a
todos pasta de dientes, cepillos, jabón… No había nada de esto en el hospital.
Les compré toallas pequeñas… Ahora me admiro de aquellos conocidos míos; tenían
miedo, por supuesto; no podían dejar de tenerlo; ya corrían todo tipo de
rumores; pero, de todos modos, se prestaban a ayudarme: coge todo lo que
necesites. ¡Cógelo! ¿Y él cómo está? ¿Cómo se encuentran todos? ¿Saldrán con
vida? Con vida… [Calla.]
En aquellos días me topé
con mucha gente buena; no los recuerdo a todos. El mundo se redujo a un solo
punto. Se achicó… A él. Solo a él… Recuerdo a una auxiliar ya mayor, que me fue
preparando:
—Algunas enfermedades no
se curan. Debes sentarte a su lado y acariciarle la mano.
Por la mañana temprano
voy al mercado; de allí a casa de mis conocidos; y preparo el caldo. Hay que
rallarlo todo, desmenuzarlo, repartirlo en porciones… Uno me pidió: «Tráeme una
manzana».
Con seis botes de medio
litro. ¡Siempre para seis! Y para el hospital… Me quedo allí hasta la noche. Y
luego, de nuevo a la otra punta de la ciudad. ¿Cuánto hubiera podido resistir?
Pero, a los tres días, me ofrecieron quedarme en el hotel destinado al personal
sanitario, en los terrenos del propio hospital. ¡Dios mío, qué felicidad!
—Pero allí no hay cocina.
¿Cómo voy a prepararles la comida?
—Ya no tiene que cocinar.
Sus estómagos han dejado de asimilar alimentos.
Él empezó a cambiar. Cada
día me encontraba con una persona diferente a la del día anterior. Las
quemaduras le salían hacia fuera. Aparecían en la boca, en la lengua, en las
mejillas… Primero eran pequeñas llagas, pero luego fueron creciendo. Las
mucosas se le caían a capas…, como si fueran unas películas blancas… El color
de la cara, y el del cuerpo…, azul…, rojo…, de un gris parduzco. Y, sin
embargo, todo en él era tan mío, ¡tan querido! ¡Es imposible contar esto! ¡Es
imposible escribirlo! ¡Ni siquiera soportarlo!…
Lo que te salvaba era el
hecho de que todo sucedía de manera instantánea, de forma que no tenías ni que
pensar, no tenías tiempo ni para llorar.
¡Lo quería tanto! ¡Aún no
sabía cuánto lo quería! Justo nos acabábamos de casar… Aún no nos habíamos
saciado el uno del otro… Vamos por la calle. Él me coge en brazos y se pone a
dar vueltas. Y me besa, me besa. Y la gente que pasa, ríe…
El curso clínico de una
dolencia aguda de tipo radiactivo dura catorce días… A los catorce días, el
enfermo muere…
Ya el primer día que pasé
en el hotel, los dosimetristas me tomaron una medida. La ropa, la bolsa, el
monedero, los zapatos, todo «ardía». Me lo quitaron todo. Hasta la ropa
interior. Lo único que no tocaron fue el dinero. A cambio, me entregaron una
bata de hospital de la talla 56 —a mí, que tengo una 44—, y unas zapatillas del
43 en lugar de mi 37. La ropa, me dijeron, puede que se la devolvamos, o puede
que no, porque será difícil que se pueda «limpiar».
Y así, con ese aspecto,
me presenté ante él. Se asustó:
—¡Madre mía! ¿Qué te ha
pasado?
Aunque yo, a pesar de
todo, me las arreglaba para hacerle un caldo. Colocaba el hervidor dentro del
bote de vidrio. Y echaba allí los pedazos de pollo… Muy pequeños… Luego,
alguien me prestó su cazuela, creo que fue la mujer de la limpieza o la
vigilante del hotel. Otra persona me dejó una tabla en la que cortaba el
perejil fresco. Con aquella bata no podía ir al mercado; alguien me traía la
verdura. Pero todo era inútil: ni siquiera podía beber… ni tragar un huevo
crudo… ¡Y yo que quería llevarle algo sabroso! Como si eso hubiera podido
ayudar.
Un día, me acerqué a
Correos:
—Chicas —les pedí—, tengo
que llamar urgentemente a mis padres a Ivano-Frankovsk. Se me está muriendo
aquí el marido.
Por alguna razón,
enseguida adivinaron de dónde y quién era mi marido, y me dieron línea
inmediatamente. Aquel mismo día, mi padre, mi hermana y mi hermano tomaron el
avión para Moscú. Me trajeron mis cosas. Dinero.
Era el 9 de mayo… Él siempre me decía: «¡No te imaginas lo
bonita que es Moscú! Sobre todo el Día de la Victoria, cuando hay fuegos
artificiales. Quiero que lo veas algún día».
Estoy a su lado en la
sala; él abre los ojos:
—¿Es de día o de noche?
—Son las nueve de la
noche.
—¡Abre la ventana! ¡Van a
empezar los fuegos artificiales!
Abrí la ventana. Era un
séptimo piso; toda la ciudad ante nosotros. Y un ramo de luces encendidas se
alzó en el cielo.
—Esto sí que…
—Te prometí que te
enseñaría Moscú. Igual que te prometí que todos los días de fiesta te regalaría
flores…
Miro hacia él y veo que
saca de debajo de la almohada tres claveles. Le había dado dinero a la
enfermera y ella había comprado las flores.
Me acerqué a él y lo
besé.
—Amor mío. Cuánto te
quiero.
Y él, que se me pone
protestón, y me dice:
—¿Qué te han dicho los
médicos? ¡No se me puede abrazar! ¡Ni se me puede besar!
No me dejaban abrazarlo.
Pero yo… Yo lo incorporaba, lo sentaba… Le cambiaba las sábanas… Le ponía el
termómetro, se lo quitaba… Le ponía y le quitaba la cuña. Lo aseaba… Me pasaba
la noche a su lado… Vigilando cada uno de sus movimientos, cada suspiro.
Menos mal que fue en el
pasillo y no en la sala. La cabeza me empezó a dar vueltas y me agarré a la
repisa de la ventana. En aquel momento pasó por allí un médico, que me sujetó
de la mano. Y de pronto:
—¿Está usted embarazada?
—¡No, no! —Me asusté
tanto. Tenía miedo de que alguien nos oyera.
—No me engañe —me dijo en
un suspiro.
Me sentí tan perdida que
ni se me ocurrió contestarle.
Al día siguiente me
dijeron que fuera a ver a la médico jefe.
—¿Por qué me ha engañado?
—me preguntó en tono severo.
—No tenía otra salida. Si
le hubiera dicho la verdad, ustedes me habrían mandado a casa. ¡Fue una mentira
piadosa!
—Pero ¿es que no ve lo
que ha hecho?
—Sí, pero a cambio estoy
a su lado…
—¡Criatura! ¡Alma de
Dios!
Toda mi vida le estaré
agradecida a Anguelina Vasílievna Guskova. ¡Toda mi vida!
También vinieron otras
esposas. Pero no las dejaron entrar. Estuvieron conmigo sus madres. A las
madres sí les dejaban pasar. La de Volodia Právik no paraba de rogarle a Dios:
«Llévame mejor a mí».
El profesor
estadounidense, el doctor Gale —fue él quien hizo la operación de trasplante de
médula—, me consolaba: hay esperanzas, pocas, pero las hay. ¡Un organismo tan
fuerte, un joven tan fuerte! Llamaron a todos sus parientes. Dos hermanas
vinieron de Belarús; un hermano, de Leningrado, donde hacía el servicio
militar. La hermana pequeña, Natasha, de catorce años, lloraba mucho y tenía
miedo. Pero su médula resultó ser la mejor… [Se queda callada.] Ahora
puedo contarlo. Antes no podía. He callado durante diez años… Diez años. [Calla.]
Cuando Vasia se enteró de
que le sacarían médula espinal a su hermana menor, se negó en redondo:
—Prefiero morir. No la
toquéis; es pequeña.
La mayor, Liuda, tenía
veintiocho y además era enfermera, sabía de qué se trataba: «Lo que haga falta
para que viva», dijo. Yo vi la operación. Estaban echados el uno junto al otro
en dos mesas. En el quirófano había una gran ventana… La operación duró dos
horas.
Cuando acabaron, quien se
sentía peor era Liuda, más que mi marido; tenía en el pecho dieciocho inyecciones,
y le costó mucho salir de la anestesia. Aún sigue enferma, le han dado la
invalidez… Había sido una muchacha guapa, fuerte… No se ha casado…
Yo iba corriendo de una
sala a otra, de verlo a él a visitarla a ella. Él no se encontraba en una sala
normal, sino en una cámara hiperbárica especial, tras una cortina transparente,
donde estaba prohibido entrar. Había unos instrumentos especiales para, sin
atravesar la cortina, ponerle las inyecciones, meterle los catéteres… Y todo
con unas ventosas, con unas tenazas, que yo aprendí a manejar. A extraer de
allí… Y llegar hasta él… Junto a su cama había una silla pequeña.
Entonces se empezó a
encontrar tan mal que ya no podía separarme de él ni un momento. Me llamaba
constantemente: «Liusia, ¿dónde estás? ¡Liusia!». No paraba de llamarme.
Las otras cámaras
hiperbáricas en que se encontraban nuestros muchachos las cuidaban unos
soldados, porque los sanitarios civiles se negaron a ello, pedían unos trajes
aislantes. Los soldados sacaban las cuñas. Limpiaban el suelo; cambiaban las
sábanas. Lo hacían todo. ¿De dónde salieron aquellos soldados? No lo pregunté…
Solo existía él. Él… Y cada día oía: «Ha muerto…». «Ha muerto». «Ha muerto
Tischura». «Ha muerto Titenok». «Ha muerto». Como martillazos en la sien.
Hacía entre veinticinco y
treinta deposiciones al día. Con sangre y mucosidad. La piel se le empezó a
resquebrajar por las manos, por los pies. Todo su cuerpo se cubrió de
forúnculos. Cuando movía la cabeza sobre la almohada, se le quedaban mechones
de pelo. Y todo eso lo sentía tan mío. Tan querido… Yo intentaba bromear:
—Hasta es más cómodo. No
te hará falta peine.
Poco después les cortaron
el pelo a todos. A él lo afeité yo misma. Quería hacerlo todo yo.
Si lo hubiera podido
resistir físicamente, me hubiera quedado las veinticuatro horas a su lado. Me
daba pena perderme cada minuto. Un minuto, y así y todo me dolía perderlo… [Calla
largo rato.]
Vino mi hermano y se
asustó:
—No te dejaré volver
allí. —Y mi padre que le dice:
—¿A esta no la vas a
dejar? ¡Si es capaz de entrar por la ventana! ¡O por la escalera de incendios!
Un día, me voy…, regreso
y sobre la mesa tiene una naranja… Grande, no amarilla, sino rosada. Él sonríe:
—Me la han regalado.
Quédatela. —Pero la enfermera me hace señas a través de la cortina de que la
naranja no se puede comer. En cuanto algo permanece a su lado un tiempo, no es
que no se pueda comer, es que hasta tocarlo da miedo—. Venga, cómetela —me
pide—. Si a ti te gustan las naranjas. —Cojo la naranja con una mano. Y él,
entretanto, cierra los ojos y se queda dormido.
Todo el rato le ponían
inyecciones para que durmiera. Narcóticos. La enfermera me mira horrorizada,
como diciendo… ¿Qué será de mí? Yo estaba dispuesta a hacer lo que fuera para
que él no pensara en la muerte… ni sobre lo horrible de su enfermedad, ni que
yo le tenía miedo…
Hay un fragmento de una
conversación. Lo guardo en la memoria. Alguien intenta convencerme:
—No debe usted olvidar
que lo que tiene delante ya no es su marido, un ser querido, sino un elemento
radiactivo con un gran poder de contaminación. No sea usted suicida. Recobre la
sensatez.
Pero yo estoy como loca:
«¡Lo quiero! ¡Lo quiero!». Él dormía y yo le susurraba: «¡Te amo!». Iba por el
patio del hospital: «¡Te amo!». Llevaba el orinal: «¡Te amo!». Recordaba cómo
vivíamos antes. En nuestra residencia… Él se dormía por la noche solo después
de cogerme de la mano. Tenía esa costumbre, mientras dormía, cogerme de la
mano… toda la noche.
En el hospital también yo
le cogía la mano y no la soltaba.
Es de noche. Silencio.
Estamos solos. Me mira atentamente, fijo, muy fijo, y de pronto me dice:
—Qué ganas tengo de ver a
nuestro hijo. Cómo es.
—¿Cómo lo llamaremos?
—Bueno, eso ya lo
decidirás tú.
—¿Por qué yo sola, o es
que no somos dos?
—Vale, si es niño, que
sea Vasia, y si es niña, Natasha.
—¿Cómo que Vasia? Yo ya
tengo un Vasia. ¡Tú! Y no quiero otro.
¡Aún no sabía cuánto lo
quería! Solo existía él. Solo él… ¡Estaba ciega! Ni siquiera notaba los
golpecitos de debajo del corazón. Aunque ya estaba en el sexto mes. Creía que
mi pequeña, al estar dentro de mí, estaba protegida. Mi pequeña…
Ningún médico sabía que
yo dormía con él en la cámara hiperbárica. No se les pasaba por la cabeza. Las
enfermeras me dejaban pasar. Al principio también me querían convencer:
—Eres joven. ¿Cómo se te
ocurre? ¡Si esto ya no es un hombre, es un reactor nuclear! Os quemaréis los
dos. —Y yo corría tras ellas como un perrito. Me quedaba horas enteras ante la
puerta. Les rogaba, les imploraba. Y entonces ellas decían: «¡Que te parta un rayo!
¡Estás loca perdida!».
Por la mañana, antes de
las ocho, cuando empezaba la ronda de visitas médicas, me hacían señas desde
detrás de la cortina: «¡Corre!». Y yo me iba durante una hora al hotel. Pues
desde las nueve de la mañana hasta las nueve de la noche tenía pase. Las
piernas se me pusieron azules hasta las rodillas, se me hincharon, de tan
cansada que me encontraba. Mi alma era más fuerte que mi cuerpo… Mi amor…
Mientras yo estaba con
él… No lo hacían. Pero cuando me iba, lo fotografiaban. Sin ropa alguna.
Desnudo. Solo con una sábana ligera por encima. Yo cambiaba cada día esa
sábana, aunque, al llegar la noche, estaba llena de sangre. Lo incorporaba y en
las manos se me quedaban pedacitos de su piel; se me pegaban. Yo le suplicaba:
—¡Cariño! ¡Ayúdame!
¡Apóyate en el brazo, sobre el codo, todo lo que puedas, para que alise la
cama, para que te quite las costuras, los pliegues! —Cualquier costurita era
una herida en su piel. Me corté las uñas hasta hacerme sangre, para no herirlo.
Ninguna de las enfermeras
se decidía a acercarse a él, ni a tocarlo; si hacía falta algo, me llamaban. Y
ellos… Ellos, en cambio, lo fotografiaban. Decían que era para la ciencia. ¡Los
hubiera echado a patadas a todos de allí! ¡Les hubiera gritado y les hubiera
pegado! ¿Cómo se atrevían? Era todo mío. Lo que más quería… ¡Si hubiera podido
impedirles entrar! ¡Si hubiera podido!…
Salgo de la sala al
pasillo. Y me guío por la pared, por el sofá, porque no veo nada. Paro a la
enfermera de guardia y le digo:
—Se está muriendo.
Y ella me dice:
—¿Y qué esperabas? Ha
recibido mil seiscientos roentgen, cuando la dosis mortal es de cuatrocientos.
—A ella también le daba pena, pero de otra manera. En cambio para mí, él era
todo mío. Lo que más quería.
Cuando murieron todos,
repararon el hospital. Quitaron el yeso de las paredes, arrancaron el parqué y
lo tiraron. La madera…
Prosigo. Lo último… Lo
recuerdo a fogonazos. A fragmen… Todo se desvanece…
Una noche, estoy sentada
a su lado en una silla. Eran las ocho de la mañana:
—Vasia, salgo un rato.
Voy a descansar un poco.
Él abre y cierra los
ojos: me deja ir. En cuanto llego al hotel, a mi habitación, y me acuesto en el
suelo —no podía echarme en la cama, de tanto que me dolía todo—, llega una
auxiliar:
—¡Ve! ¡Corre a verlo! ¡Te
llama sin parar! —Pero aquella mañana Tania Kibenok me lo había pedido con
tanta insistencia, me había rogado: «Vamos juntas al cementerio. Sin ti no soy
capaz». Aquella mañana enterraban a Vitia Kibenok y a Volodia Právik.
Éramos amigos de Vitia.
Dos familias amigas. Un día antes de la explosión nos habíamos fotografiado
juntos en la residencia. ¡Qué guapos se veía a nuestros maridos! Alegres. El
último día de nuestra vida pasada… La época anterior a Chernóbil… ¡Qué felices
éramos!
Vuelvo del cementerio,
llamo a toda prisa a la enfermera:
—¿Cómo está?
—Ha muerto hará unos
quince minutos.
¿Cómo? Si he pasado toda
la noche a su lado. ¡Si solo me he ausentado tres horas! Estaba junto a la
ventana y gritaba: «¿Por qué? ¿Por qué?». Miraba al cielo y gritaba… Todo el
hotel me oía. Tenían miedo de acercarse a mí. Pero me recobré y me dije: «¡Lo
veré por última vez! ¡Lo iré a ver!». Bajé rodando las escaleras. Él seguía en
la cámara, no se lo habían llevado.
Sus últimas palabras
fueron: «¡Liusia! ¡Liusia!». «Se acaba de ir. Ahora mismo vuelve», lo intentó
calmar la enfermera. Él suspiró y se quedó callado…
Ya no me separé de él.
Fui con él hasta la tumba. Aunque lo que recuerdo no es el ataúd, sino una
bolsa de polietileno. Aquella bolsa… En la morgue me preguntaron:
—¿Quiere que le enseñemos
cómo lo vamos a vestir?
—¡Sí que quiero!
Le pusieron el traje de
gala, y le colocaron la visera sobre el pecho. No le pusieron calzado. No
encontraron unos zapatos adecuados, porque se le habían hinchado los pies. En
lugar de pies, unas bombas. También cortaron el uniforme de gala, no se lo
pudieron poner.
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Hospital 6 de Moscú, especializado en radiación. |
Tenía el cuerpo entero
deshecho. Todo él era una llaga sanguinolenta. En el hospital, los últimos dos
días… Le levantaba la mano y el hueso se le movía, le bailaba, se le había
separado la carne… Le salían por la boca pedacitos de pulmón, de hígado. Se ahogaba
con sus propias vísceras. Me envolvía la mano con una gasa y la introducía en
su boca para sacarle todo aquello de dentro. ¡Es imposible contar esto! ¡Es
imposible escribirlo! ¡Ni siquiera soportarlo!… Todo esto tan querido… Tan mío…
Tan… No le cabía ninguna talla de zapatos. Lo colocaron en el ataúd descalzo.
Ante mis ojos. Vestido de
gala, lo metieron en una bolsa de plástico y la ataron. Y, ya en esa bolsa, lo
colocaron dentro del ataúd. El ataúd también envuelto en otra bolsa. Un celofán
transparente, pero grueso, como un mantel. Y todo eso lo metieron en un féretro
de zinc. Apenas lograron meterlo dentro. Solo quedó el gorro encima…
Vinieron todos. Sus
padres, los míos. Compramos pañuelos negros en Moscú… Nos recibió la comisión
extraordinaria. A todos les decían lo mismo: que no podemos entregaros los
cuerpos de vuestros maridos, no podemos daros a vuestros hijos, son muy
radiactivos y serán enterrados en un cementerio de Moscú de una manera
especial. En unos féretros de zinc soldados, bajo unas planchas de hormigón.
Deben ustedes firmarnos estos documentos… Necesitamos su consentimiento. Y si
alguien, indignado, quería llevarse el ataúd a casa, lo convencían de que se
trataba de unos héroes, decían, y ya no pertenecen a su familia. Son personalidades.
Y pertenecen al Estado.
Subimos al autobús. Los
parientes y unos militares. Un coronel con una radio. Por la radio se oía:
«¡Esperen órdenes! ¡Esperen!». Estuvimos dando vueltas por Moscú unas dos o
tres horas, por la carretera de circunvalación. Luego regresamos de nuevo a
Moscú. Y por la radio: «No se puede entrar en el cementerio. Lo han rodeado los
corresponsales extranjeros. Aguarden otro poco». Los parientes callamos. Mamá
lleva el pañuelo negro… yo noto que pierdo el conocimiento.
Me da un ataque de
histeria:
—¿Por qué hay que
esconder a mi marido? ¿Quién es: un asesino? ¿Un criminal? ¿Un preso común? ¿A
quién enterramos?
Mamá me dice:
—Calma, calma, hija mía.
—Y me acaricia la cabeza, me coge de la mano…
El coronel informa por la
radio:
—Solicito permiso para
dirigirme al cementerio. A la esposa le ha dado un ataque de histeria.
En el cementerio nos
rodearon los soldados. Marchábamos bajo escolta, hasta el ataúd. No dejaron
pasar a nadie para despedirse de él. Solo los familiares… Lo cubrieron de tierra
en un instante.
—¡Rápido, más deprisa!
—ordenaba un oficial. Ni siquiera nos dejaron abrazar el ataúd.
Y, corriendo, a los
autobuses. Todo a escondidas.
Compraron en un abrir y
cerrar de ojos los billetes de vuelta y nos los trajeron. Al día siguiente, en
todo momento estuvo con nosotros un hombre vestido de civil, pero con modales
de militar; no me dejó salir del hotel siquiera a comprar comida para el viaje.
No fuera a ocurrir que habláramos con alguien; sobre todo yo. Como si en aquel
momento hubiera podido hablar, ni llorar podía.
La responsable del hotel,
cuando nos íbamos, contó todas las toallas, todas las sábanas… Y allí mismo las
fue metiendo en una bolsa de polietileno. Seguramente lo quemaron todo… Pagamos
nosotros el hotel. Por los catorce días…
El proceso clínico de las
enfermedades radiactivas dura catorce días. A los catorce días, el enfermo
muere…
Al llegar a casa, me
dormí. Entré en casa y me derrumbé en la cama. Estuve durmiendo tres días
enteros. No me podían despertar. Vino una ambulancia.
—No —dijo el médico—, no
ha fallecido. Despertará. Es una especie de sueño terrible.
Tenía veintitrés años…
Recuerdo un sueño. Viene
a verme mi difunta abuela, con la misma ropa con la que la enterramos. Y adorna
un abeto. «Abuela, ¿cómo es que tenemos un abeto? ¿No estamos en verano?». «Así
debe ser. Pronto tu Vasia vendrá a verme. Y cómo ha crecido en el bosque».
Recuerdo… Recuerdo otro
sueño: llega Vasia vestido de blanco y llama a Natasha. A nuestra hija, la niña
que aún no había dado a luz. Ya es mayor y yo me asombro: ¿cómo ha podido
crecer tan rápidamente? Él la lanza por el aire hacia el techo y los dos ríen.
Y yo los miro y pienso: qué sencillo es ser feliz. Tan sencillo… Luego tuve
otro sueño. Paseamos los dos por el agua. Andamos mucho, mucho rato…
Seguramente me pedía que no llorara. Me mandaba señales. De allá. De arriba… [Se queda callada durante largo rato.]
Al cabo de dos meses
regresé a Moscú. De la estación al cementerio. ¡A verle! Y allí, en el
cementerio, me empezaron las contracciones. En cuanto me puse a hablar con él.
Llamaron a una ambulancia. Les di la dirección del hospital. Di a luz allí
mismo. Con la misma doctora, con Anguelina Vasílievna Guskova. Ya en su momento
me había dicho:
—Ven aquí a dar a luz.
¿Adónde iba a ir si no?
Parí con dos semanas de adelanto.
Me la enseñaron. Una
niña…
—Natasha —la llamé—. Tu
papá te llamó Natasha.
Por su aspecto, parecía
un bebé sano. Con sus bracitos, sus piernas. Pero tenía cirrosis. En su hígado
había 28 roentgen. Y una lesión congénita del corazón. A las cuatro horas me
dijeron que la niña había muerto. ¡Y, otra vez, que no se la vamos a dar! ¿Cómo
que no me la vais a dar? ¡Soy yo quien no os la voy a dar a vosotros! ¡La
queréis para vuestra ciencia, pues yo odio vuestra ciencia! ¡La odio! Vuestra
ciencia fue la que se lo llevó y ahora aún quiere más. ¡No os la daré! La
enterraré yo misma. Junto a su padre… [Pasa a hablar en susurros.]
No hay manera de que me
salga lo que quiero decir. No con palabras. Después del ataque al corazón, no
puedo gritar. Tampoco me dejan llorar. Por eso no me salen las palabras. Pero
le diré… Quiero que sepa… Aún no se lo he confesado a nadie. Cuando no les di a
mi hija…, nuestra hija…, entonces, me trajeron una cajita de madera:
—Aquí está.
Lo comprobé. La habían
envuelto en pañales. Toda envuelta en pañales. Y entonces me puse a llorar y
les dije:
—Colóquenla a los pies de
mi marido. Y díganle que es nuestra Natasha.
Allí, en la tumba, no
está escrito «Natasha Ignatenko». Solo está el nombre de él. Ella no tuvo ni
nombre, no tuvo nada. Solo alma. Y allí es donde enterré su alma…
Siempre vengo a verlos
con dos ramos: uno es para él y el segundo lo pongo en un rinconcito para ella.
Me arrastro de rodillas por la tumba. Siempre de rodillas… [De manera
inconexa:] Yo la maté. Fue mi culpa. Ella, en cambio… Ella me ha salvado.
Mi niña me salvó. Recibió todo el impacto radiactivo, se convirtió, como si
dijéramos, en el receptor de todo el impacto. Tan pequeñita. Una bolita. [Pierde
el aliento.] Ella me salvó. Pero yo los quería a ambos. ¿Cómo es posible?
¿Cómo se puede matar con el amor? ¡Con un amor como este! ¿Por qué están tan
juntos? El amor y la muerte. Tan juntos. ¿Quién me lo podrá explicar? Me
arrastro de rodillas por la tumba. [Calla largo rato.]
En
Kíev me dieron un piso. En una casa grande, donde ahora viven todos los que
tienen que ver con la central nuclear. Todos somos conocidos. Es un piso
grande, de dos habitaciones, con el que Vasia y yo siempre habíamos soñado.
¡Pero yo allí me volvía loca! En cada rincón, mirara donde mirase, allí estaba
él. Sus ojos. Me puse a arreglar la casa, a hacer lo que fuera para no parar
quieta, lo que fuera para no pensar. Así pasé dos años.
Un día tuve un sueño:
vamos los dos juntos, pero él va descalzo. «¿Por qué vas descalzo siempre?».
«Pues porque no tengo nada». Fui a la iglesia. Y el padre me aconsejó:
—Hay que comprar unas
zapatillas de talla grande y colocarlas en el féretro de algún difunto. Y
escribir una nota de que son para él.
Así lo hice. Llegué a
Moscú y me dirigí de inmediato a una iglesia. En Moscú estoy más cerca de él.
Allí descansa, en el cementerio Mitinski. Le expliqué a un clérigo lo que me
pasaba, que había de hacerle llegar unas zapatillas a mi marido. Y él me
pregunta:
—¿Y tú sabes, hija mía,
cómo conviene hacerlo?
Me lo explica… Justo en
ese momento traen a un anciano para rezarle un responso. Y yo que me acerco al
ataúd, levanto el velo y coloco allí las zapatillas.
—¿Y la nota… la has
escrito?
—Sí, la he escrito, pero
no digo nada de en qué cementerio está enterrado.
—Allí todos están juntos.
Ya lo encontrarán.
No tenía ningunas ganas
de vivir. Por la noche me quedaba junto a la ventana y miraba al cielo: «Vasia,
¿qué he de hacer? No quiero vivir sin ti». Durante el día, paso junto a un
jardín infantil y me quedo ahí parada. Me pasaría la vida mirando a los niños…
¡Me estaba volviendo loca! Y por las noches le pedía: «Vasia, pariré un niño.
Me da miedo estar sola. No lo aguantaré. ¡Vasia!». Y al día siguiente se lo
volvía a pedir: «Vasia, no necesito un hombre. No hay nadie mejor que tú.
Quiero un niño».
Tenía veinticinco años…
Encontré un hombre. Se lo
conté todo. Toda la verdad. Que tuve un amor, un amor para toda la vida. Se lo
confesé todo. Nos veíamos, pero nunca lo invitaba a mi casa. En casa no podía.
Allí estaba Vasia.
Trabajé en una
pastelería. Hacía una tarta y las lágrimas me caían a mares. No lloraba, pero
las lágrimas me seguían cayendo. Solo les pedí a las chicas una cosa:
—No me tengáis lástima.
En cuanto me empecéis a consolar, me marcho.
Quería ser como todos los
demás. No hay que tenerme lástima. Hubo un tiempo en que fui feliz.
Me trajeron la medalla de
Vasia. Una de color rojo. No podía mirarla mucho tiempo. Se me saltaban las
lágrimas.
He tenido un niño.
Andréi… Andréi se llama. Las amigas me querían hacer cambiar de idea:
—Tú no puedes tener
hijos.
Y los médicos me
asustaban:
—Su organismo no lo
soportará.
Después… Después me
dijeron que le faltaría una mano. Se veía por el aparato. «¿Y qué? —me dije—.
Le enseñaré a escribir con la mano izquierda». Y nació normal. Un niño guapo.
Ya va a la escuela, y saca todo excelentes.
Ahora tengo a alguien. A
alguien por quien respiro y vivo. Él lo comprende todo a la perfección:
—Mamá, si voy a ver a la
abuela un par de días, ¿podrás respirar?
—¡No podré! Me da miedo
separarme de él un solo día.
Un día íbamos por la
calle. Y noto que me caigo. Entonces fue cuando me dio el ataque. Allí, en la
misma calle.
—Mamá, ¿quieres un poco
de agua?
—No. Quédate a mi lado.
No te vayas a ninguna parte.
Y lo agarré de la mano.
Luego ya no recuerdo nada… Abrí los ojos en el hospital. Lo había sujetado de tal
modo que los médicos se las vieron moradas para abrirme los dedos. El niño tuvo
la mano azul durante varios días.
Y ahora cuando salimos de
casa me pide:
—Mamá, por favor, no me
agarres de la mano. No me iré a ninguna parte.
Él también está enfermo:
va dos semanas a la escuela y dos las pasa en casa, con el médico. Así vivimos.
Tememos el uno por el otro.
Y en cada rincón está
Vasia. Sus fotos. Y por las noches no paro de hablar con él. A veces me pide en
sueños: «Enséñame a nuestro niño». Y Andréi y yo vamos a verle. Él trae de la
mano a nuestra hija. Siempre está con ella. Solo juega con ella.
Así es como vivo. Vivo a
la vez en un mundo real y en otro irreal. Y no sé dónde estoy mejor.
Tengo de vecinos a todos
los de la central; ocupamos aquí toda una calle. Así la llaman: la «calle de
Chernóbil». Esta gente ha trabajado toda la vida en la central. Y hasta hoy van
allí a hacer guardia; en la central solo se hacen turnos de guardia. Allí ya no
vive nadie ni nunca vivirá.
Muchos sufren terribles
enfermedades, son inválidos, pero no dejan la central. Tienen miedo hasta de
pensar que la cerrarán. No se imaginan su vida sin el reactor; es su vida. ¿A
quién le harían falta tal como están en otro trabajo?
Muchos se mueren. De
repente. Sobre la marcha. Va uno por la calle y, de pronto, cae muerto. Se
acuesta y ya no despierta. Le lleva unas flores a una enfermera y, de pronto,
se le para el corazón.
Esta gente se está
muriendo, pero nadie les ha preguntado de verdad sobre lo sucedido. Sobre lo
que hemos padecido. Lo que hemos visto. La gente no quiere oír hablar de la
muerte. De los horrores.
Pero yo le he hablado del
amor… De cómo he amado.
LIUDMILA IGNATENKO,
esposa del bombero
fallecido Vasili Ignatenko