Hace dos semanas salió el juego de video de Masacre en Texas y la he pasado
bomba cazando gente y siendo cazado. Y eso me hizo pensar que aunque he hecho
reseñas a todas las películas de Freddy, de Jason y de Halloween, nunca he ido una por una por las masacres de la
motosierra tejana. A la primera sí le di su comentario hace tantísimos años, y
no cae mal una segunda vuelta aquí, hoy, ahora.
The
Texas Chain Saw Massacre es una película irrepetible, como el
tiempo lo ha demostrado. Una combinación de bajo presupuesto, con un talento de
desconocidos que hacen la labor magistral de retratar a la locura con realismo,
unas condiciones de rodaje infrahumanas y un libreto que, al igual que el de Viernes 13, no debería funcionar on paper, pero que la dirección eleva
con un poderosísimo diseño de producción.
Asistimos en esta película
a lo que yo llamo “una cebolla de terror”, a la historia la vamos descubriendo
por capas. Resulta que en un condado de la Texas más rural hay alguien robando
tumbas. A veces son partes de los cuerpos, a veces la cabeza del cadáver, a
veces todos los restos, dejando al ataúd vacío. Nadie sabe por qué esto pasa y,
en los momentos iniciales de la cinta, vemos que el presunto culpable llega a
fabricar grotescas estatuas a las que les toma fotos.
De ahí pasamos a cinco
jóvenes de Houston y también de un moribundo movimiento hippie—el que más lleva
la pinta es Jerry, chofer de la van en la que viajan y novio de la rubia Sally.
El calor es palpable en esas tomas. Nuestro querido grupo va a este pueblito
específicamente a chequear el cementerio y ver si todo está bien con la tumba
del abuelo. Aunque texanos, no hay nada que una visualmente a estos cinco con
los estereotipos clásicos de vaqueros que te llegan a la mente—como una vez le
oí a alguien, “nací en Texas, pero en un vecindario que pudo estar en cualquier
parte del país”.
Ese mundo se cruza con
otro que está bien bajo la superficie y que es brutalmente real y, para mí, uno
de los preceptos más importantes de la película, la noción de que todos vivimos
en una realidad normalita y civilizada y que lo único que hace falta para
romper esa ilusión es tocar la puerta equivocada, caminar por el sendero que no
es, entrar sin darte cuenta en la guarida de la bestia.
Cuando viajas por
carretera ves esos pueblitos en la mitad de la nada, con casitas aquí y allá en
la lejanía donde puede estar pasando cualquier
cosa y nadie lo sabe.
La película no especifica
dónde se desarrollan los eventos (más allá de mencionar que es en “Muerto
County”), pero el sur de los Estados Unidos realmente tiene pueblitos así, la
frontera entre Texas y Louisiana está plagado de los infames “sundown towns”,
nombre que deriva de unos aborrecibles anuncios que se montaban en los años 50’
y 60’ al estilo de “if you’re dark skinned, don’t let sundown catch you here.”
Son lugares que siguen vivos, como puedes ver en la serie de Netflix Making a Murderer, y que me recuerda la
anécdota de un equipo de basket en Baton Rouge que se negó a jugar un partido
de campeonato en una high school de Texas porque era en un sundown town, de
noche. Y eso fue en los años 90’.
El apacible dueño de la
gasolinera se lo advierte a Sally y compañía, “Cuidado con dónde se meten por
aquí, que a la gente no le gusta que husmeen en sus asuntos”.
Por supuesto, estas cosas
pasan. Todo el mundo sabe que la película está inspirada en los crímenes de Ed
Gein, en Wisconsin, que de verdad perdió la cabeza y se dedicó a saquear tumbas
para decorar su casa. Gein fabricó un traje de cuerpo completo con piel humana
y cuando la policía eventualmente lo capturó, tras el asesinato de dos personas
(que se sepa), encontraron pantallas de lámparas hechas con rostros humanos,
cráneos convertidos en cuencos para comer, sillas hechas con piel y, pues, más
o menos lo que encuentran las víctimas de la salvaje película de Tobe Hooper.
Pero otra fuente de
inspiración reconocida por el guionista Kim Henkel fueron los delitos del
candyman, Dean Corrl, que en la ciudad de Houston convino con dos chamos que
ellos le procurarían víctimas jóvenes bajo algún engaño y Dean las torturaba
durante días.
“Hubo algo que dijo Elmer
Wayne Henley, uno de los chicos ayudando a Dean cuando le capturaron” dijo
Henkel. “Henley aceptó la cosa, dijo que sí, que él había sido y que ahora iba
a ayudar a las autoridades a esclarecer todo porque era lo correcto. Esa clase
de moralidad esquizofrénica me atrajo”.
Se ve reflejado en el
producto final. Son tres los matarifes que representan a un mundo infernal.
Primero está el joven autoestopista; cuando lo conocemos, está viajando a dedo
y nuestro grupo, que no debe haber visto muchas películas de terror y
obviamente no ha vivido en Latinoamérica, decide darle la cola y montarlo en la
van. Interpretado a la perfección por Edwin Neal, el autoestopista pronto se
lanza en una perorata sobre las virtudes de ser un carnicero a la antigua, y no
con las herramientas modernas. Es un chamo cuyo trastorno mental es obvio y lo
ves en su manera de hablar, de moverse, de mirar. No está expreso en la peli,
pero es él quien lleva la polaroid y quien hace las esculturas. El robatumbas
en persona.
Luego está el personaje
icónico que creó la franquicia, Leatherface. Mucha gente, incluyendo los directores
de tantas secuelas, creen que este es un asesino enmascarado típico de cine
slasher, a lo Jason—un craso error, propio de quienes también creen que Masacre
en Texas es una película slasher, a pesar de no poseer ninguno de los elementos
típicos de ese subgénero del terror, que están súper bien definidos y son
claramente observables.
Blood
& Black Lace, del genio italiano Mario Bava, tiene a un
asesino enmascarado que caza a un grupo de jóvenes hermosas una por una. ¿Lo
llamarías un slasher? No, porque no tiene los elementos, esto es más un giallo,
precursor del slasher, así como The Texas Chain Saw Massacre es otro precursor.
En fin, Leatherface no es
Michael Myers; su personaje tiene profundas raíces en un arquetipo del género
gótico, que es realidad en los pueblos sureños. Antes, cuando una persona con
un problema mental nacía, esa persona no era presentada en sociedad. Se le
tenía oculta, en un sótano o en el ático—como la mujer de Mr. Rochester en Jane
Eyre. Leatherface tiene su impedimento mental y Henkel lo describe como un
sujeto carente de personalidad, por eso cambia de caras para asumir roles. Durante
toda la película, él va creyendo que está haciendo el bien y que está
protegiendo a su hogar de intrusos.
Esto es porque está
manipulado por el tercer elemento del clan, quien le abusa y mi canon mental me
dice que el Autoestopista es como es por los golpes y maltratos del dueño de la
gasolinera, El Cocinero. El dueño del mal y el origen de todo lo que pasa en Masacre
en Texas es este señor, peligrosísimo porque es capaz de algo que los otros dos
no: portar la “máscara de cordura”, término inventado por el psiquiatra Hervey
M. Cleckley refiriéndose a la capacidad que tienen algunos psicópatas de
integrarse con normalidad a la sociedad. El Cocinero es uno de esos padres
abusivos e imbéciles que todos hemos visto en alguna parte. Se le echa encima
con un palo a Leatherface, que le supera por mucho en fuerza pero que se encoge
como un niño ante el regaño, primero por la sospecha de que alguno de los
jóvenes haya escapado y luego por destruir la puerta de la casa. El cocinero
dice que no siente gusto por la violencia ni por matar, pero lo vemos reírse
mientras tortura a Sally, mientras otros la hacen sufrir, es un tipo que
pareciera estar consciente de cómo debe lucir ante la gente, pero no puede
controlar un sadismo que siempre sale a la superficie. La memorable escena de
la cena es clave, porque aquí vemos cómo Jim Siedow lo interpreta, pasando del
disgusto a un par de segundos ausentes y de ahí a la risa.
Mucho se ha dicho sobre el
aspecto político de The Texas Chain Saw Massacre, y cómo plantea a un grupo de
jóvenes de una nueva, moderna generación, contra un grupo de gente que más que
campesina es bárbara. No voy a repetir esos análisis aquí porque el director ha
desmenuzado esto mucho mejor que lo yo podría, pero en todo caso eso es
subtexto. La película funciona por las capas que vamos descubriendo de ese
misterio y cuando llegamos al podrido núcleo, es el vacío mirándonos de vuelta.
No hay redención, no hay salvación y aunque Sally pueda escapar, esa risa
maniática del final nos dice que realmente nunca escapará. El momento
fundamental de la magistral actuación de Marilyn Burns se da cuando, amarrada a
la silla humana en la cena, murmura, casi suplicando, que para que la dejen ir
“hará lo que sea”. La forma en la que lo dice te transmite que es verdad, y es seguido por un paralizante alarido
de quien sabe que las propias barreras morales que tiene en su mente se han
fracturado. Ese es el momento para mí en que Sally Hardesty pierde la cabeza
para siempre y, como para confirmarlo, es inmediatamente después de este
momento que empiezan los cortes extremos de cámara, dirigidos por el sublime Daniel
Pearl, símbolo inequívoco de que se ha hecho la noche eterna aunque estemos a
minutos del amanecer.
The Texas Chain Saw
Massacre es una joya, una película perfecta, que ha dado y seguirá dando
muchísimo material para toda clase de análisis. Yo lo dejo por acá, que el
juego está muy bueno y todavía tengo un montón de reseñas qué escribir.
Y tendré que ver la parte 4, para refrescarla. Eso sí que es tortura.
Regresa a FB pa' que lo compartas por allá.
ResponderEliminarKudos,
Ze
Brutal, la mejor peli de todos los tiempos ❤️
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