jueves, 29 de agosto de 2013
Aprendiendo a Pelear
Durante mi último año de bachillerato y los primeros meses de la universidad, frecuenté un cyber-café. El lugar era regentado por tres hermanos y su mamá, una familia cuyas relaciones tenía bemoles, si bien afrontaban las crisis juntos. La mamá nos trató como hijos a todos los personajes que nos aparecimos, que con el tiempo fue un grupo nutrido. Al principio íbamos, pagábamos por una o dos horas de internet y hablábamos pendejadas. Pronto, el uso de las computadoras era gratis y cuadrábamos para jugar en red, o perder el tiempo en el depósito. Huelga decir, el negoció no funcionó y el cyber cerró tras un par de años.
Los hermanos contemporáneos conmigo eran morochos (en venezolano, eso quiere decir "gemelos") y se daban un fuerte aire a David Beckham. Es decir, siempre tenían carajitas bellas a su alrededor, mientras que los rechazados del diablo (nosotros) tratábamos torpemente de mantenernos al mismo nivel. El hermano mayor, que llamaré "Mufasa", era un tipo alto y delgado, nada parecido a los morochos. Reservado, nunca se mezclaba con nosotros, a menos que estuviera buscando cigarros o alguna chama le capturara la atención. Ambas cosas eran raras.
Compenetré con el grupo y, por al menos tres meses, fue el núcleo de mi vida social. El cyber estaba cerca de mi casa y como casi todo el grupo vivía cerca, era cuestión de tiempo para que nuestras actividades se expandieran. Una noche, Mufasa se nos unió. No más de una semana más tarde, lo vi pelear por primera vez.
Mufasa era la clase de carajos capaces de convertir a un amigo del alma en un odiado enemigo en cuestión de segundos, por los temas más triviales. Hoy te saludaba con una sonrisa y se ponía a jugar Mortal Kombat 4 contigo, mañana no te ve a los ojos y te escupe en los zapatos. Por supuesto, no tenía amigos y estoy convencido de que eso lo hizo gravitar hacia nosotros. Si nunca has visto una pelea, te cuento que no son como en las películas y que, por lo general, se deciden en menos de cinco segundos. En el momento, escuché gritos, oí el equivalente a palmadas en una pared y alguien estaba en el suelo, con Mufasa yéndose rodeado de personas -apoyándolo o separándolo de su víctima.
Insisto, él no era un tipo atlético. Durante el tiempo que compartimos, lo vi pelear no menos de seis veces y, la mitad de esas veces, con gente más cuadrada que él. Cuando el tipo iba pendiente de coñazo, era imposible contenerlo. ¿Has escuchado que más vale maña que fuerza? Pues funciona si le sumas estrategia.
Era cool andar con él. Había riesgo y emoción, te ibas a tu casa sintiéndote como un badass, aunque no hubieras soltado una patada. Ocurriría que estábamos en el cyber y alguien llegaba a decirle a Mufasa que un carajo con el que tenía culebra estaba en una reunión a tres cuadras. Bets were off. Nos íbamos todos (como seis chamos, además de él), casi que botando espuma por la boca. Llegábamos y actuábamos como si estuviésemos invitados -en una ocasión, hasta nos dieron torta de cumpleaños. El objetivo se ponía tenso, pero trataba de ser sociable. Mufasa no caminaba hostilmente, no iba gritando. Llegaba, pedía un trago y conversaba. Luego, con una mezcla de timidez y determinación, se acercaba hasta el otro chamo. Sin amenazas, sin insultos, sin hablar güevonadas: Un solo coñazo por la cara. Si el chamo seguía de pie, le seguía dando. Adoptaba esta posición, que es separando las piernas, una detrás de la otra, bajando la cabeza de manera que no puedes ver con quién estás peleando, y soltaba coñazo tras coñazo, trancao. He would fuck you up. Y ese era siempre su acercamiento: iba casualmente y empezaba el kung fu. It was a rush presenciar la obra hasta su conclusión obvia. No recuerdo si alguna vez le pegaron, pero sé que nunca lo jodieron. Nos íbamos, riéndonos y con botellas que no eran nuestras.
Well, it got old real fast y lo obvio te sorprende cuando eres un carajito pendejo -justo lo que éramos. Muy pronto, Mufasa se construyó una reputación que se expandió a los que andábamos con él. La gente nos evitaba y estaba siempre incómoda en nuestra presencia. Nulas probabilidades de levantar carajas. Nos fuimos haciendo enemigos también y, antes de darnos cuenta, teníamos la amenaza tácita de que alguien iba a llegar a hacernos lo que nosotros hacíamos. Mind you, nosotros nunca peleamos, pero para el mundo exterior, no había diferencia. Era una ladilla de la que no había salida fácil: Si te vas, eres un cagao traidor habla paja mariquito. Si te quedas, es posible que te escoñeten. Andas valorando si te importa más tu reputación y tu orgullo, que la configuración original de tu cara.
Más por un sentimiento de fidelidad que por otra cosa, fui uno de los últimos que se retiró y, en retrospectiva, me llama la atención cómo esos tiempos coincidieron con una baja en los clientes del local, que nunca se recuperaría, cerrando poco tiempo después. Quisiera decirte que hubo una charla dramática que propició mi callado abandono, que hubo la mamá de las peleas y que me salvé de vainita. La verdad es que una tarde me quedé viendo la pantalla de una de las computadoras, me dije que esta era una mariquera estúpida de carajitos estúpidos, y me fui. Dale, chamo, estamos hablando. Ya.
No pasó mucho antes de que me llegara noticias del grupo, que prácticamente se había reducido a los tres hermanos. Habiéndome conseguido por casualidad con otro pana, supe que Mufasa se quedó sin suerte: Resulta que el escenario de siempre se desarrolló, pero cuando Mufasa fue a casa del otro chamo a cobrar una plata que él creía que le debían, el hermano del chamo lo estaba esperando. Lo apuñalaron tres veces y le partieron una botella en la cara. Lo de la botella ameritaría cirugía plástica y no recuerdo bien si el vidrio había traspasado de sus mejillas a su lengua. La mamá estaba aterrada. Los morochos tenían tiempo sin aparecer.
Un tiempo después, me crucé con el Beckham más cercano a mí. Había experimentado un cambio completo de actitud y, si bien nunca rindió como estudiante, ahora estaba en una carrera de chef, muy entusiasmado. Yo estoy estudiando Derecho, le dije. En la Católica, le dije. ¿Qué bolas, no?
Mufasa todavía se estaba recuperando, contó él. Tenía pensado irse del país. Le dije que me contentaba y que le hiciera llegar mis saludos. Volví a ver a ese mismo chamo (no creo que haya sido su hermano) hace un par de semanas; había subido burda de peso y, aunque no me vio, no me sentí tentado a acercarme. Esas cosas pasan, supongo.
Y, como diría Forrest Gump, "Eso es todo lo que tengo que decir sobre la guerra de Vietnam".
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Que historia más curiosa. Gracias por compartirla.
ResponderEliminar¿Y sabes que paso con Mufasa?
Nop. Después de esa vez que vi a uno de los morochos en la distancia (eso fue en Paseo las Mercedes, en Caracas), no vi a más nadie de ese crew más. Imagino que se habrán ido del país.
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